Leonardo Da Vinci

Para entrar en la historia y creación de este magnífico personaje, dedicaré todo un capítulo que Elie Fauré, escribió sobre su obra y su tiempo,  en su Historia del Arte.

Elie Faure

Florencia

Cap. IV   Leonardo Da Vinci (1452 - 1519)



"Era sin duda demasiado tarde, o quizá demasiado pronto, para que Florencia alcanzara su plena realización. La república, desmembrada por la guerra civil, debilitada por la tiranía, deprimida por el intelectualismo, el amor y los crímenes, pasaba bruscamente de un ateísmo ardiente a un misticismo febril y el manantial de energía que podía ofrecer al alma italiana se hallaba casi agotado. Al final de su historia, Florencia conservaba todavía su primitivo lenguaje y éste había expresado ya tantas sensaciones que había acabado por marchitarse. Había servido ya demasiadas inteligencias y estaba ya gastado. 

De nada le sirvió al último de sus grandes pintores huir de la aspereza de la ciudad para intentar romper el diamante con que ella apresaba los corazones. A pesar de haberse anticipado a los tiempos, a pesar de poder ser considerado, por la amplitud y la penetración de sus análisis, como el primero de los espíritus modernos, sigue siendo en el fondo un primitivo, un antiguo primitivo muy sabio y muy desilusionado, algo así como un germen de vida oliendo a cadáver.

No obstante, esta línea florentina, esta línea casi abstracta y casi arbitraria que Da Vinci consiguió hacer penetrar en pleno volumen para fundirla, junto al contorno, con la disminución de la luz y el comenzar de la sombra, esta línea puede apreciarse, sin embargo, aprisionando como en un círculo metálico los cráneos, los rostros, los hombros, los brazos y las manos, obligando a la forma a doblegarse bajo su presión para descubrirla en su profundidad. 







 Da a entender que, en lugar de contemplar, como lo hacía Masaccio, la vida en bloque y esculpirla después en el lienzo a fuerza de sombras y de luces, Da Vinci tomaba un trozo de vida, lo seguía a través de sus accidentes, sus relaciones con lo que vivía a su alrededor y su caminar por el espacio, sin extraviar jamás en los huecos, los salientes y las ondulaciones que le salían al paso la línea que los descubría. Da a entender -y he ahí por qué, a despecho de su inconmensurable potencia, sigue siendo un primitivo- que, cuando rodea de aire sus masas escultóricas y aleja de ellas, plano tras plano, los fondos azules de rocas desgarradas, de montes y rutas sinuosas y de árboles gráciles, cuya vida ficticia se desliza igual que un teorema adherido a una emoción viviente, lo consigue tan sólo a fuerza de ciencia. Instintivamente, gracias a su sentido de los valores exactos, Gozzoli y Ghirlandajo daban más profundidad a sus paisajes que Da Vinci, enfrascado en cálculos y perspectivas. 

 Más que en sus sentidos y mucho más aún que en su corazón, es en su espíritu donde viven las relaciones del mundo.
En ese hombre singular, que fundía o presentía todas las ciencias del porvenir y en quien las artes de esculpir y pintar no parecían sino aplicaciones humanas de las nociones abstractas sacadas del estudio de la geometría, la hidráulica, la alquimia, la geología, la anatomía y la botánica, la experimentación tenía la misma importancia que la intuición que poseía en grado máximo, una intuición creadora de vida, una intuición hasta tal punto soberana que arrastra y anula en todo gran artista las infinitas investigaciones conscientes o inconscientes que prepararon su explosión. Tal vez sea él el único hombre en quien el arte y la ciencia se confundan por sus medios de expresar el pensamiento, así como tienden a confundirse por su común necesidad de establecer en el reino del espíritu la continuidad de las leyes naturales.


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Es preciso ver sus dibujos de máquinas, sus dibujos anatómicos de flores y de músculos. Son la exacta representación, hasta la minuciosidad, de la máquina, de los músculos y de las flores. Ostenta esa misteriosa palpitación, esa misma expresión recóndita y deslumbradora de sus figuras, la expresión que infunde a sus rostros extraños, duros o encantadores, equívocos bajo el manto de las rizadas cabelleras, sus hombros y sus pechos en que la línea recoge a flor de piel, punto tras punto, el silencioso agitar de la vida interior. ¡Bien hicieron los artistas italianos del siglo XV escudriñando los cadáveres, estudiando la trayectoria de los tendones, los salientes de los huesos y el chorrear constante de las arterias, las venas y los nervios! Aun a costa de algunas confusiones y algunos conflictos entre el entusiasmo que crea y la observación que desilusiona, era preciso que la humanidad adquiriese poco a poco, por análisis, conciencia de la unidad y aprendiese a descubrir que la llama que brilla en el fondo de las miradas de los hombres duerme en el corazón de todas las formas, hace estremecer a los árboles hasta la extremidad de sus hojas, que conmueve las alas de los pájaros, los élitros de los insectos, los músculos vivientes y los huesos muertos y que lo recorre todo, desde las vibraciones de la atmósfera hasta el temblor de los ríos y la vida de las piedras. Cuando Cellini expresó su admiración de artista por las vértebras y los huesos de la pelvis, habló en nombre de dos siglos que vivieron para probarnos que todas las formas del conocimiento son susceptibles de conducirnos al engrandecimiento y a la posesión de nuestro espíritu. Y así decía Leonardo: “Cuanto más se conoce, más se ama.”

Lo sabía. La forma era para él únicamente el símbolo de una realidad intelectual superior, en la cual la sonrisa del rostro y el gesto de la mano traducían la dirección fugitiva y el carácter infinito. Es una concepción que, para mantenerse plástica, tiene necesidad de apoyarse sobre un conocimiento formidable, estrecho, implacablemente objetivo, de la materia de la vida. Parece que lo haya comprendido todo. Su Baco es el padre de su San Juan Bautista. Los viejos dogmas y los sentimientos nuevos dejaron de combatir en él. Aceptaba al mundo tal como era. Adivinaba la grandeza de todas las cosas. En su Leda, donde el ala del cisne sigue con su abrazo la línea de lira que parte del brazo viviente, del pecho cálido y redondo, para descender hasta los pies desnudos, hay, en medio de las hierbas, un huevo roto de donde acaban de salir los niños que recogen las flores. Percibía la fuente común y el círculo eterno de las cosas. Descendía hasta lo más profundo de la naturaleza, sin otro intermediario que sus sentidos entre el universo exterior, que recogían sin precipitación, y el universo interior, gobernado por su emotividad. Y cuando levantaba los ojos para controlar, sobre los rostros y las actitudes de los hombres, los resultados de su propia meditación, constataba que esos rostros y esas actitudes procedían del contacto de su espíritu viviente con el espíritu viviente de las cosas que los rodeaban.

Leda y el Cisne




San Juan Bautista

Por esto, su gran Cena, en que el drama interior hace ondular la vida, retorciendo y esculpiendo sus formas como árboles doblados por un huracán, es la obra de psicología activa más alta de toda la pintura. Poseía la facultad de penetrar bajo cada corteza y en el fondo de cada cráneo humano, de vivir su tragedia íntima y hacerla pasar entre los gestos por ella dictados, de fundir todos los gestos de serenidad o de rebeldía, de avance o de retroceso, de reserva o de abandono en un solo movimiento del espíritu. Con él, la forma trazaba un arabesco psicológico.

Vinci podía advertir una misma sonrisa en los labios y en los ojos de todos los seres brotados de su pensamiento y señalar con su dedo un mismo punto invisible, como queriendo transmitir al porvenir la duda que le asaltaba. Su pintura sin misterio constituye el misterio mismo de la pintura y uno de los misterios de la humanidad. Toda la ciencia acumulada por el siglo florece en él en poesía. Su ciencia estaba integrada por toda la poesía esparcida por sus precursores. En una época en que el idealismo platónico, contra el cual luchó constantemente, extraviaba las inteligencias, él poseyó el sentido de la vida real, único capaz de conducir a las más grandiosas abstracciones. Disfrutó tambión de la dulzura de la sabiduría en una hora en que se desencadenaba la vida impulsiva. Escéptico y desengañado en un tiempo en que los espíritus dignos de sentir inquietudes volvían ardientemente a las antiguas creencias, alcanzó, a través de su elevada razón, el umbral de ese confuso sentimiento en que se fraguan las nuevas religiones, cuando la humanidad ya ha rechazado todos los dogmas en que se basaba su certidumbre. Y él, que pretendía que no existiese más ciencia que aquella que puede traducirse por símbolos matemáticos, traducía su saber en poemas plásticos poco menos que impenetrables, en los cuales la intuición, tal vez a pesar suyo, era quién le llevaba de la mano.

La última cena


No existe en el mundo nada más vivificante ni más descorazonado, más equívoco y más inteligente, más preciso y más infinito que esto. Es toda Florencia, desde Masaccio hasta Botticelli. Florencia, con su análisis ardiente, su síntesis precoz y su línea que penetra hasta el corazón y diseca el cerebro. Florencia, concentrándose, antes de florecer, en esa alma recóndita e inmensa con todo lo que por nosotros ha esperado y sufrido. Vinci vivió la tortura de Florencia, mas no quiso revelarnos todo lo que esa tortura le enseñaba. 

El Renacimiento debía hallar, cuando ya se moría, su más clara expresión fuera de Vinci y fuera de esa Florencia por él abandonada. Exceptuando a Venecia, la misión histórica de las repúblicas italianas había concluído. Extenuadas por sus luchas intestinas y el desenfrenado ejercicio de su libertad pasional, estaban al cabo de sus fuerzas. Su individualismo desgastaba a los individuos y los entregaba exánimes a la tiranía. Habían perdido el arranque y el orgullo que les infundía su unidad social, la noción de la dignidad de la existencia y el sentido del derecho viviente. Vìctimas ya de los condottieri, recurrían unas veces a España y otras a Francia. Y Francia y España aprovechaban la unidad que habían conquistado para lanzarse sobre Italia. El pueblo italiano no confiaba ya en la heroicidad de su destino.

Y, sin embargo, el confuso sentimiento propulsor del Renacimiento continuaba queriendo realizarse. Había perdido su primitiva energía, pero conservaba la velocidad adquirida. Para florecer, le faltaba tan sólo un terreno propicio. El pontificado le ofreció en Roma un refugio.. Muy precario, cierto, pero el único posible en medio de la tormenta, el único, además de Venecia, en donde Italia se confundía con Oriente para transmitir una vida esplendorosa a los hombres crecidos en la estela de su movimiento triunfal. Florencia, en donde Leonardo vivió únicamente en sus años mozos, obedeció hasta el fin a ese destino excepcional que hace de ella un centro incomparable de iniciación intelectual, pero en el cual, a causa quizá de los excitantes y del número excesivo de problemas que lo solicitaban, el espíritu parece tener prohibida la realización de su acorde con los elementos sentimentales de una armonía definitiva. Rafael sólo fue a Florencia para recoger la llama de su espíritu y Miguel Angel, criado en ella, no vuelve sino, inopinadamente, una vez para defenderla y otra para levantar sepulcros. Y aquellos que, entre sus pintores postreros, consiguen alcanzar, después de Leonardo y gracias a él, la concepción de la forma en su madurez, la forma plena, libre de trabas y rodeada de espacio, el dulce Fra Bartolomeo, el puro Andrea del Sarto, han perdido precisamente ese ardor inquieto, característico del arte toscano. Con ellos y después de ellos, la inteligencia sigue siendo aún el arma de Florencia. Pero es una inteligencia desviada, de la cual se aparta el sentimiento, una inteligencia que confunde el medio con el fin y se agota en buscar la forma fuera del drama interno que determina su función. La seducción de las fórmulas legadas por los dos maestros de Roma es demasiado viril para que el arte toscano no intente utilizarlas como marco de un sentimiento debilitado. La violencia de Benvenuto, demasiado esparcida en actos exteriores, la altiva y sensual elegancia de Juan de Bolonia y la severidad de Bronzino cuajan mal en sus manos, demasiado diestras en manejar la herramienta. Caída y esclavizada, a Florencia no le resta sino el pasear la melancolía de su pasión por los jardines amargos en que la sombra de las rosas hace temblar el agua de las fuentes al pie de San Miniato."

Entrar en la definición y en comentar a la obra más completa de Leonardo, La Gioconda, es entrar en un mundo increíble de perfección, tanto en el dibujo, el soporte de la pintura, como en el trabajo minucioso del color y es estudio muy bien logrado de la perspectiva del cuadro.  
Adolfo Couve, magnífico maestro chileno de estética e historia del Arte, también dedica sus palabras a esta obra, que sé para él era muy importante...  estuve en su clase del Renacimiento.  Dejo las palabras de Couve para el análisis de esta obra.

La Gioconda

........"...La diferencia del siglo XVI respecto del XV estará admirablemente expuesta en éste, el más portentoso y trascendental de todos los cuadros, de todos los retratos hasta ahora conocidos: la Gioconda. Una atmósfera sutil y nueva se cierne sobre el siglo XVI. Las rencillas locales, las invasiones grandilocuentes, las pequeñas tiranías, el arriendo de condotieros y mercenarios, las cortes debidas al ascenso de familias pudientes o a golpes de audacia e intrigas del siglo XV, dejan paso en el XVI a que grandes reyes y emperadores acudan a medir fuerzas en estas latitudes y conviertan la península en un gran campo de batalla, conflictos que la historia denominará "Guerras de Italia". Marignano y Pavía, el Sacco di Roma, el sitio de Florencia, son algunos de los acontecimientos que por su gravedad desdibujaron los firmes contornos del mundo renacentista del siglo anterior. El incisivo perfil del apogeo Medici, relatado magistralmente por Botticelli, la arrogancia límpida de la estatuaria ecuestre de capitanes como Coleone y Gattamelata, la nitidez de la cúpula de Brunelleschi y tantos otros ejemplos de esa época lúcida, transparente y precisa, se ve ahora empañada por esta atmósfera algo difusa que envolverá no sólo los innumerables sucesos bélicos que asuelan los campos y las ciudades, sino a las enigmáticas pinturas de un hombre múltiple, en quien el destino hizo converger todas las características de los tiempos modernos: Leonardo da Vinci, y, entre todas ellas, una en especial, el retrato aparentemente insignificante, de formato pequeño, que representa a una mujer sin mayor atractivo: la Gioconda.

...Leonardo añade el aspecto psicológico a la pintura florentina, eliminando el tradicional arabesco de las figuras para sumirlas en aquel delicado e insinuante claroscuro, que denominó "sfumato". Su dibujo se vuelve impreciso, el fondo penetra al motivo y el volumen es solucionado con una gradación paulatina, yendo desde la luz intensa, a través de una media tinta, hasta perderse en la sombra profunda.

...Nadie ha podido jamás igualar el esfumado leonardesco, realizado de manera prodigiosa; una gradación infinitesimal, una variedad minúscula, que va logrando la redondez y las alteraciones lumínicas sin jamás ensuciar el color ni estropear el proceso.

...Todo ejecutado al parecer sobre mordiente (húmedo), como si se tratara de un trabajo en arcilla. Es imposible, con tal procedimiento, no malograr el claroscuro. Leonardo lo evita. Se entiende así la minuciosidad y el largo tiempo que empleó, según es tradición, en este cuadro. Da Vinci lo amaba sobremanera. Fue de los pocos que llevó consigo cuando se exilió en Francia y ante los requerimientos de Francisco I, su protector y mecenas, para que se lo vendiera, pidió un alto precio por cederlo al monarca, quien lo colgó como la única pintura de su aposento.

...Este óleo estará lleno de analogías profundas, a la vez que cualidades pictóricas. Si se observa con atención, advertiremos ese colorido de tonos rebajados, en donde sin caer en los grises mantiene toda una gama casi monocroma, que imita y se debe al tono telúrico de la naturaleza. No ha empleado Leonardo blancos artificiales ni negros inexistentes en la realidad, tampoco colores primarios, un tanto postizos. Todo se resuelve en sepias, sienas, ocres, colores pardos, sordos, pero extraordinariamente vibrantes e intensos. Por ello el colorido de la figura y el paisaje que la rodea - un recuerdo de infancia de Leonardo- son una sola cosa. Tierra y mujer se identifican. ¿Especulaciones? ¿Por qué este cuadro induce a tantas y tan diversas? La sonrisa, su edad, su origen, todas son preguntas que durante siglos el espectador viene formulándose ante esta imagen que despierta, en lo más profundo de nosotros esa sensación de parentesco, de equilibrio, de resignación frente a nuestra condición transitoria.

...Fuera de la historia

...Nos hemos referido a su técnica, aquel claroscuro pasmoso; imposible precisar el punto en donde va maravillosamente lográndose la aliteración de la luz, a su color tan rico a la vez que parco. Analicemos, entonces, en algo el contenido. Si observamos el rostro, éste carece de cejas, y las tres distancias clásicas están obedientemente respetadas. Los centros de ojos equidistan con los extremos de la boca, donde se logra aquella celebérrima y enigmática sonrisa, captada en un punto tan especial, que ésta también puede esfumarse. Este gesto se mantiene en tal inestabilidad que pareciera responder más al estado de ánimo del espectador que al de la modelo misma.

Volvamos a la periferia. Observemos el fino drapeado de las mangas, conciso, variado, sometido como el resto a aquella armonía tonal; de ellas emergen las más hermosas manos que conoce la historia del arte. Detengámonos nuevamente a cavilar: ¿por qué la línea del horizonte del paisaje se curva? ¿A qué se debe que Leonardo siempre insinúa la redondez de la Tierra, nuestra condición de planeta navegante? ¿¿Por qué fue la más grande preocupación de Da Vinci el fin del mundo? ¿Qué sugieren sus secuencias de dibujos de catástrofes? ¿Qué es en definitiva la Gioconda? ¿La soledad del hombre renacentista? ¿El término de la Edad Media? ¿Otro credo, otro claroscuro? ¿Ya no el que plantea Dante, el de la oscuridad infernal, pasando por el purgatorio hasta la luz radiante del Paraíso? ¿Un nuevo esquema en torno al ser humano mismo, en donde estas significativas etapas le redimen y transforman? ¿Panteísmo? ¡Cuántas interrogantes puede desencadenar el simple modelado de un retrato!

´...Pareciera que Leonardo hubiese cargado aquella imagen de energía, la que se estuviera desprendiendo poco a poco, como acontece a los astros desaparecidos cuya luz nos llega aún.

...¡Y pensar que hay quienes sostienen que todo este milagro que se opera en la Gioconda no es otra cosa que obra del tiempo! Aseguran que originariamente era un retrato de colores estridentes, pintado sobre una base indebida, que la acción de los años volvió de factura inasible, sumiéndolo en aquella atmósfera única, resultando tal vez por deterioro la célebre sonrisa.

...Pocos cuadros pintó Leonardo, la mayoría quedaron inconclusos o fueron retocados por sus discípulos. Este es absolutamente de su mano.

....Da Vinci, al revés de la mayoría de los artistas de la época, no concurrió a Roma, donde el Renacimiento siguió su curso. Al remontar los Alpes, él y esta obra quedaron fuera y más allá de la historia, un tanto convencional, del arte.


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