El Final Del Arte

Arthur Danto 



 «El final del arte», 
en El Paseante, 1995, núm. 22-23. 



El arte ha muerto. Sus movimientos actuales no reflejan la menor vitalidad; ni siquiera muestran las agónicas convulsiones que preceden a la muerte; no son más que las mecánicas acciones reflejas de un cadáver sometido a una fuerza galvánica.

Existen visiones filosóficas de la historia que permite, e incluso demandan, una especulación sobre el futuro del arte. Dicha especulación tiene que ver con la pregunta de si el arte tiene futuro, y debe distinguirse de aquella que sólo se interroga sobre las características del arte venidero, presuponiendo su continuidad. En realidad, esta última especulación resulta en cierto modo más problemática, debido a las dificultades que surgen al intentar imaginar cómo serán las obras de arte futuras o cómo serán apreciadas. Piénsese simplemente en lo difícil que debía de resultar en 1865 predecir las formas de la pintura postimpresionista, o anticipar en 1910 que, sólo cinco años más tarde, fuera a existir una obra como In Advance of the Broken Arm, de Duchamp, que, pese a su aceptación como obra de arte, no dejaba de ser una pala de nieve bastante corriente. Ejemplos comparables se presentan en el resto de las artes, especialmente a medida que nos acercamos a nuestro propio siglo, en el que ciertas experiencias en el campo de la música, la poesía y la danza, conjuntos de sonidos, palabras o movimientos, no pudieron percibirse como arte por carecer de precedentes en épocas anteriores. 

El artista visionario Albert Robida comenzó a publicar en 1882 la serie titulada Le vingtième siècle, con la que pretendía reflejar cómo sería el mundo en 1952. Aunque en ella aparecen numerosas maravillas venideras (la téléphonoscope, la televisión, máquinas voladoras, metrópolis submarinas), la forma en que se manifiesta gran parte de lo que se muestra hace que las imágenes en sí remitan inequívocamente a la época en que fueron creadas. Robida imaginó que habría restaurantes en el cielo a los que los clientes llegarían en vehículos voladores, pero estos comedores que se aventura a prever presentan elementos ornamentales en hierro del tipo que relacionamos con Les Halles y la Gare de St. Lazare, y se parecen bastante a los barcos de vapor que surcaban el Misisipí por aquellas fechas, tanto en sus proporciones como en su calado decorativo. Son frecuentados por caballeros con sombreros de copa y damas vestidas con polisones, son atendidos por camareros que visten grandes delantales de la Belle Époque, y cuelgan de globos que reconocería Montgolfier. Podemos estar seguros de que si Robida hubiera representado un museo de arte submarino, las obras más avanzadas que habría en su interior serían, si acaso, pinturas impresionistas. Las obras de Pollock, De Kooning, Gottlieb y Klein que en 1952 se exponían en las galerías más vanguardistas habrían resultado inimaginables en 1882. 

Nada pertenece tanto a su propio tiempo como la incursión de una época en su futuro: Buck Rogers lleva al siglo XXI los lenguajes decorativos de la década de 1930, y hace suyos hoy el Rockefeller Center y el automóvil Ford; las novelas de ciencia ficción de la década de 1950 proyectan a mundos distantes la moral sexual de la era Eisenhower, así como el dry martini, y los tecnológicos trajes que visten sus astronautas proceden de las camiserías de dicha era. Si nosotros representáramos una galería de arte

interplanetaria, en ella se expondrían obras que, por muy novedosas que parecieran, formarían parte de la historia del arte de la época en que existían tales galerías, de igual modo que la ropa con que vestiríamos a los espectadores remitiría a la reciente historia del traje.

Aunque nos parezca una ventana a través de la cual puede verse lo que vendrá, el futuro es una especie de espejo que sólo puede mostrar nuestro propio reflejo. La maravillosa afirmación de Leonardo de que «ogni dipintore dipinge se» implica una involuntaria limitación histórica, tal como se percibe en los propios dibujos visionarios de Leonardo, profundamente vinculados a su época. Podemos pensar que puede ocurrir cualquier cosa, pero cuando nos ponemos a imaginar las cosas que pueden ocurrir, inevitablemente se parecen a otras cosas preexistentes: para imaginar sólo contamos con las formas que conocemos. Aun así, podemos especular históricamente acerca del futuro del arte sin plantearnos cómo serán las obras de arte venideras (suponiendo que existan); e incluso es posible aventurar que el arte en sí no tiene futuro, aunque se sigan produciendo obras de arte post-históricamente, por así decirlo, en el epílogo que sucede al desvanecimiento vital. Ésa era de hecho la tesis de Hegel, algunos de cuyos puntos de vista han inspirado este ensayo. Hegel afirmó de un modo bastante inequívoco que el arte como tal, o al menos su plasmación más elevada, había llegado prácticamente a su fin como etapa histórica, aunque no llegó a predecir que no habría más obras de arte. 

Es posible que pensara, convencido como estaba de que esta asombrosa tesis era cierta, que no tenía nada que decir sobre esas obras venideras, unas obras que probablemente se producirían de maneras que él no podía prever y se disfrutarían de maneras que no podía comprender. Me parece extraordinaria esta idea de que el mundo había atravesado lo que podría denominarse la «Edad del Arte», una idea análoga a la especulación teológica del teórico cristiano Joaquín de Fiore según la cual la Edad del Padre finalizaba con el nacimiento de Su Hijo, y la Edad del Hijo con la Edad del Espíritu Santo. Joaquín no proclamó la extinción histórica o la abrupta desaparición de las formas de vida de la Edad del Padre en la Edad del Hijo: dichas formas podrían seguir existiendo pasado el momento de su misión histórica, convertidas en fósiles históricos, por así decirlo. Esto es lo que Joaquín pensaba que ocurría con los judíos, cuyo protagonismo en el escenario de la historia consideraba agotado; aunque en el futuro seguirían existiendo judíos cuyas formas de vida evolucionarían de manera impredecible, su historia ya no sería coincidente con la historia de la Historia misma, tal como la concebía Joaquín, en el más grande sentido filosófico.

De manera muy similar, Hegel pensaba que las energías de la historia habían coincidido durante un determinado periodo de tiempo con las energías del arte, pero que ahora la historia y el arte habían tomado direcciones diferentes; aunque el arte seguiría existiendo en el sentido que yo he denominado post-histórico, su existencia no tendría el menor significado histórico. Hoy en día, una tesis como ésta sólo puede ponderarse en el marco de una filosofía de la historia; sería difícil tomársela en serio en un panorama artístico en cuyo seno no se plantea en absoluto la necesidad de un futuro artístico. El mundo del arte parece haber perdido actualmente toda dirección histórica, y cabe preguntarse si se trata de un fenómeno temporal y el arte retomará el camino de la historia, o si esta condición desestructurada es su futuro: una especie de entropía cultural. De ser así, da igual lo que venga, porque el concepto de «arte» se habrá agotado internamente. Nuestras instituciones (museos, galerías, coleccionistas, revistas de arte, etc.) viven en la creencia de un futuro significativo y brillante. Hay un inevitable interés comercial por conocer lo que va a ocurrir mañana, por saber quiénes van a ser los principales representantes de los próximos movimientos.

Siguiendo en gran medida el espíritu de Joaquín de Fiore, el escultor inglés William Tucker ha afirmado: «Los sesenta fueron la época de los críticos. Ahora estamos en la época de los marchantes». Pero ¿ha llegado todo esto verdaderamente a su fin? ¿Se ha alcanzado un punto en el que puede darse el cambio sin la evolución, en el que los motores de la producción artística sólo consiguen combinar una y otra vez formas conocidas, aunque las presiones externas puedan favorecer esta o aquella combinación? ¿Es que ya no hay una posibilidad histórica de que el arte continúe sorprendiéndonos? ¿No será que la Edad del Arte se ha agotado? ¿No será, como en la asombrosa y melancólica frase de Hegel, que ha envejecido una forma de vida? ¿Es posible que la salvaje efervescencia del mundo del arte en las últimas siete u ocho décadas haya sido la fermentación terminal de algo cuya química histórica requiere todavía una explicación? Retomando a Hegel seriamente, pretendo trazar un modelo de la historia del arte en el que pueda decirse que algo tiene sentido. Antes de revelar a qué sentido me refiero, describiré someramente dos modelos histórico-artísticos bastante más conocidos, ya que el modelo que finalmente me interesa los presupone de un modo sorprendente, casi dialécticamente. 

Es curioso que el primer modelo encuentre aplicación básicamente en el arte mimético, en la pintura, la escultura y el cine, y el segundo incluya estas experiencias y otras muchas formas de arte que la mimesis no puede caracterizar con facilidad. El modelo final será aplicable al arte en un sentido muy amplio; remitirá tanto al concepto de «arte» en sí como a la cuestión de si el arte ha llegado a su fin, aunque su referencia más dramática serán los objetos procedentes de lo que se conoce específicamente como «el mundo del arte». En realidad, todo ello responde en parte a que las fronteras entre la pintura y el resto de las artes (la poesía y la interpretación, la música y la danza) se han hecho radicalmente inestables. Esta inestabilidad inducida posibilita la existencia histórica de mi modelo final, y nos permite enfrentarnos a la inquietante pregunta. Por último, plantearé si estamos dispuestos a asumir el hecho de que la pregunta tiene una respuesta afirmativa, que el arte realmente ha llegado a su fin, transformándose en filosofía.

Thomas Kuhn nos sorprende cuando, al exponer sus originales puntos de vista sobre la historia de la ciencia, plantea que la pintura se consideraba en el siglo XIX como la disciplina progresiva par excellence: la prueba de que el progreso en los aconteceres humanos era realmente posible. El modelo progresivo de la historia del arte tiene su origen en Vasari, quien, en palabras de Gombrich, «identificó la historia estilística con la conquista gradual de las apariencias naturales». Significativamente, éste es también el punto de vista de Gombrich, enunciado como tal en su libro La imagen y el ojo y en otros muchos escritos. Empezaré comentando este conocido modelo, en el que la historia del arte, o al menos la historia de la pintura, llega realmente a un fin.

El progreso en cuestión se ha planteado en gran parte en términos de duplicación óptica, en el sentido de que el pintor disponía de tecnologías cada vez más refinadas para suministrar experiencias visuales de efectos equivalentes a las proporcionadas por los objetos y escenas reales. El progreso pictórico, por tanto, se plantea en función de la decreciente distancia entre las simulaciones ópticas real y pictórica; dicho progreso puede medirse por el grado en que el ojo percibe una diferencia entre ambas simulaciones. La historia del arte demostró la existencia de un avance. En la medida en que el ojo podía percibir más fácilmente las diferencias en las representaciones de Cimabue que en las de
Ingres, el carácter progresivo del arte podía demostrarse científicamente; la óptica no es sino una metáfora para proporcionar a la mente humana una representación tan exacta como la cognición absoluta del ser divino (en la época del Tractatus Logico-Philosophicus de Wittgenstein todavía se creía en la fantasía semántica de que lo que Wittgenstein llamaba «la ciencia natural absoluta» era una imagen compuesta, lógicamente isomórfica respecto al mundo concebido como la suma total de realidades). 

La historia de la ciencia podía interpretarse por tanto como la progresiva disminución de la distancia entre representación y realidad. En esta historia optimista, existían razones para pensar que los reductos de ignorancia irían saliendo poco a poco a la luz, y que todo podría conocerse finalmente, de igual modo que, en la pintura, todo acabaría por poder mostrarse.

Hoy en día, nuestra concepción del progreso artístico va más allá de la pintura y refleja la expansión de nuestros poderes de representación, fruto de la invención de la imagen cinematográfica. Hace ya tiempo que los artistas desarrollaron técnicas para plasmar las cosas en movimiento: no cabe duda de que el David de Bernini representa a un joven guerrero en acción, lanzando una piedra, o que los jinetes de Leonardo montan caballos encabritados, o que el agua de sus dibujos fluye, o que las nubes de sus imágenes de tormentas parecen moverse a través del cielo. O que Cristo eleva un brazo amonestador en los frescos pintados por Giotto en la Arena de Padua, expulsando a los mercaderes.

Sin embargo, aunque en todos estos casos sabemos que estamos mirando algo que se mueve, no se trata de un movimiento equivalente al de las cosas que se mueven ante nuestros ojos, ya que no vemos el movimiento en sí. Deducimos la existencia de dicho movimiento mediante una serie de sutiles indicaciones que el artista introduce para provocar una inferencia similar a la que los objetos y acontecimientos correspondientes provocarían en el espacio y el tiempo reales. Existen por tanto representaciones de cosas en movimiento que no son representaciones en movimiento, y a partir de esta distinción podemos apreciar el objetivo de las imágenes en movimiento y, en última instancia, de la perspectiva lineal: la eliminación de las inferencias que median en la realidad perceptiva, sugeridas mediante una serie de indicaciones, en favor de un tipo directo de percepción. 

Antes del descubrimiento de la perspectiva, los artistas podían sugerir la lejanía de un objeto recurriendo a la oclusión, utilizando diferentes escalas, jugando con las sombras, los cambios de textura, etc. La perspectiva, sin embargo, les permitió mostrarlos realmente alejados. Uno sabía que la figura con la túnica rosa estaba más cerca de la ventana que la figura que murmuraba junto al ángel, pero con la tecnología de la perspectiva podía percibir más o menos directamente este hecho.

El progreso al que nos estamos refiriendo debió de percibirse menos, un vocabulario. Todavía no se ha escrito la maravillosa historia de cómo se han planteado en el arte las indicaciones visuales de los olores y los sonidos. Los artistas con más inventiva a este respecto han sido los dibujantes de tiras cómicas (cuya ingenuidad se ha proyectado subsiguientemente a los dibujos animados), en las que unas líneas onduladas sobre un pescado indican su mal olor, o una sierra en un tronco indica que alguien está roncando, o unas minúsculas nubecitas junto a un personaje señalan su movimiento. Mi ejemplo favorito es el del hombre que se está volviendo loco, dibujado con su cabeza en distintas posiciones unidas por unos círculos quebrados. Nosotros leemos esta imagen como si fuera la imagen de un hombre que enloquece, no como una figura polifacética a la manera de las esculturas hindúes, y ello se debe a la riqueza de nuestra cultura pictórica, que nos ha enseñado a hacerlo así. Si esta imagen se muestra a miembros de una cultura en la que hay otros signos o en la que no existe la necesidad pictórica de representar el movimiento, no la entenderán. O tendrán que hacer conjeturas, igual que nos ocurre a nosotros cuando nos enfrentamos a representaciones hindúes o precolombinas de este tipo. Esto no ocurre, sin embargo, ante una película, ya que el cine llega directamente a los centros perceptivos implicados en la contemplación del movimiento, y funciona por tanto a un nivel subinferencial. Lógicamente, pasó bastante tiempo antes de que el movimiento mostrado resultara convincente: hubo un proceso de «elaboración y armonización», por utilizar la expresión de Gombrich, antes de que los realizadores de películas supieran exactamente cuántas imágenes por segundo debían pasar por el proyector para ofrecer un equivalente del movimiento tal como realmente se percibe.

Cuando hablamos de «engañar a los sentidos» nos referimos a este circunloquio deductivo cuya consecución se debe, indudablemente, a la perspectiva. Engañar a los sentidos no significa desde luego engañar al espectador: nuestras creencias acerca del mundo forman un sistema, y el hecho de saber que estamos viendo una imagen neutraliza lo que nuestros engañosos sentidos revelan. La perspectiva me interesa en este momento por otra razón. Los filósofos han insistido en ocasiones en que la perspectiva es el resultado de una serie de convenciones, y que requiere por tanto un aprendizaje específico, como cualquier otro elemento simbólico —al contrario que en la percepción de representaciones cuyos contornos son congruentes con los bordes de las cosas, en las que hay una serie de datos que indican que dicho reconocimiento es espontáneo, incluso telegráfico. 

Es verdad que, desde el punto de vista de las tecnologías de la representación, pasó mucho tiempo antes de que se descubriera la perspectiva, pero así como los artistas tuvieron que aprender a mostrar las cosas en perspectiva, nadie tuvo que aprender a ver las cosas en perspectiva. Gombrich señala que los contemporáneos de Giotto se habrían quedado boquiabiertos ante la verosimilitud de las banales representaciones de tazones que aparecen en las cajas de cereales de nuestros desayunos. Su asombro, no obstante, sería la prueba de que inmediatamente se habrían dado cuenta de que dichas representaciones eran mucho más fieles a la realidad perceptiva que las imágenes de Giotto, aunque hubieran tenido que pasar cientos de años para que los artistas aprendieran a realizar imágenes tan convincentes como éstas. Desafortunadamente, no hay la misma simetría entre el reconocimiento y la producción de imágenes que entre la comprensión y la producción de frases, lo que permite suponer que la competencia pictórica difiere de la competencia lingüística, y que las imágenes no constituyen un lenguaje. 

Existe una continuidad entre el reconocimiento de imágenes y la percepción del mundo, pero elaborar imágenes es algo diferente: está demostrado que los animales son capaces de reconocer una imagen pictórica, pero la elaboración de imágenes parece ser una prerrogativa exclusivamente humana. El hecho de que requiera un aprendizaje responde a que el arte —o al menos el arte de representación— tiene una historia. Nuestro sistema perceptivo puede haber evolucionado, pero eso no es lo mismo que tener una historia.

Lo que sí puede ser resultado de una convención es la decisión cultural de hacer imágenes que se parezcan a lo que son. Aunque existen otros sistemas pictográficos, tanto Vasari como Gombrich han afirmado que sólo en dos ocasiones, primero en la antigua Grecia y después en la Europa del Renacimiento, se ha señalado la fidelidad óptica como una meta artística. En mi opinión, se trata de una estimación restrictiva. Hay indicios internos de que los chinos, por ejemplo, habrían utilizado la perspectiva si la hubieran conocido, quizá en detrimento de su arte. A menudo encontramos en sus obras nubes y brumas que interrumpen trazos lineales que, de haber continuado, habrían parecido erróneos, y puede decirse que una cultura sensible a los errores ópticos es una cultura que no ha aprendido cómo alcanzar sus objetivos. Cuando los japoneses vieron dibujos occidentales en perspectiva, se dieron cuenta inmediatamente de lo que estaba mal en los suyos, pero que algo esté mal o bien desde el punto de vista de la perspectiva sólo tiene importancia si se busca implícitamente la fidelidad óptica. Hokusai, un artista japonés arquetípico, adoptó de inmediato la perspectiva cuando supo de su existencia, pero sus estampas no parecen por ello «occidentales». Nuestras propias preocupaciones ópticas explican la presencia de sombras en las pinturas occidentales y su virtual ausencia en muchas otras tradiciones; cuando no aparecen, como en el arte japonés, tenemos que decidir si pertenecen a una cultura pictográfica diferente o si sencillamente son fruto de un retraso tecnológico a la hora de plasmar un objeto sólido: el hecho de que la luz tenga una fuente y no sea simplemente iluminación difusa —si es que podemos hablar de algún tipo de luz en la pintura japonesa— debe ponerse en relación con una serie de consideraciones acerca del espacio, contemplado éste como una entidad definida por un punto de partida en el ojo y unos rayos que se unen en un punto de fuga. Estoy convencido de que la concepción oriental del espacio no coincidía con la manera en que los orientales percibían el espacio, que, como he afirmado, no era más convencional de lo que lo son los sentidos como sistema perceptivo. Si consideramos la representación del espacio como el fruto de una serie de convenciones, el concepto de «progreso» se desvanece, y la estructura histórico-artística que estamos analizando pierde su sentido. Vuelvo ahora a dicha estructura. El imperativo cultural de reemplazar la inferencia por la percepción directa supone un continuo esfuerzo de transformación del medio de representación si el progreso que este imperativo define tiene en sí un carácter continuo. De hecho, creo que deberíamos distinguir entre el desarrollo y la transformación del medio. Imaginemos una historia en la que empezamos a dibujar el contorno de las cosas, sin colorearlas, presuponiendo que los espectadores saben qué colores corresponden a cada forma. Posteriormente, alguien decide plasmar realmente esos colores, y, por tanto, ya no es necesario deducirlos.

Estas formas coloreadas suponen un paso adelante hacia la verosimilitud, pero la relación espacial entre ellas sigue siendo materia de inferencia: los artistas dependen de nosotros para saber cómo son dichas relaciones. Entonces, a alguien se le ocurre que las variaciones cromáticas y de valor pueden interpretarse como cambios en profundidad, al descubrir que cuanto mayor es el valor cromático, mayor es la sensación de cercanía respecto al ojo. Este descubrimiento marca el desarrollo desde los iconos hasta la obra de Cimabue y Giotto. El descubrimiento de la perspectiva nos permite percibir la situación de los objetos entre sí y respecto al espectador tan directamente como la percibimos en realidad. Éste sería un ejemplo de desarrollo, ya que el medio en sí no resulta alterado, y trabajamos con los materiales tradicionales del pintor, empleados con una efectividad cada vez mayor respecto al imperativo. Pero todavía tenemos que inferir el movimiento y, cuando decidimos que queremos mostrarlo, las limitaciones inherentes del medio se convierten en obstáculos, y estos límites sólo pueden superarse mediante una transformación del medio como la que ejemplifica la tecnología cinematográfica. Los cambios desde el cine en blanco y negro hasta el cine en color, y desde la abertura espacial única hasta la representación estereoscópica, podrían considerarse desarrollos, mientras que la adición de sonido podría constituir una transformación del medio. En cualquier caso, a partir de este punto, cada avance requiere la intervención de tecnologías cada vez más complejas, y la frontera entre desarrollo y transformación puede llegar a desdibujarse. Simplemente quiero decir que la complejidad implica un coste, y que hay que decidir si podemos vivir en los límites de nuestro medio tal como es, o si debemos responder al imperativo que genera el progreso sobre la base de mediaciones cada vez más costosas. 

Puede trazarse un paralelo con el alto coste de los avances científicos: cuanto más penetramos en la microestructura del universo, más y más energía se requiere, y debemos tomar una decisión social sobre si, a ese coste, merece la pena el incremento del control cognitivo que traerá consigo la próxima incursión. Merece la pena considerar e este respecto la tecnología que actualmente permitiría una transformación del medio: la holografía en movimiento. Hasta el momento, no ha sido más que una especie de juguete científico, aunque ciertos artistas han empleado la holografía simple o estática en el mismo sentido que el vídeo —como un campo de experimentación artística sin especial referencia al concepto de «progreso» que estoy analizando. Se ha utilizado, por así decirlo, por sus posibilidades físicas, del mismo modo que Rauschenberg utilizaba la cualidad física de las marcas y raspaduras del lápiz.

Como es bien sabido, en la perspectiva lineal no ha lugar para el paralaje: si abandonamos el punto en el espacio que define el metódico retroceso, la escena se deshace de inmediato como un soufflé fallido. En el célebre fresco de la apoteosis de san Ignacio pintado por Pozzo en la bóveda de la iglesia romana del mismo nombre, la ilusión del tránsito vertical del santo hacia los cielos sólo se logra desde un determinado punto, identificado ostensiblemente por un disco de mármol en el suelo de la iglesia. En realidad, el artista barroco se sirve de las nubes para ocultar las diferencias paralácticas de manera similar a como el artista chino las utilizaba para ocultar la distorsión perspectiva; en ambos casos, se otorga a las nubes un significado espiritual, e incluso topográfico —el cielo y las colinas, respectivamente. 

Nos hemos acostumbrado a un paralaje sesgado en las películas y en otras creaciones, quizá tanto como el espectador chino se acostumbró a los espacios pictóricos anómalos o como todos aceptamos estoicamente las molestias cotidianas (el polvo, el ruido, los mosquitos) hasta que se nos ocurre tomar alguna medida, suponiendo que pueda tomarse. Los que lo llevan peor siempre pueden encontrar asientos que minimizan la incomodidad paraláctica en las salas de cine. La holografía posibilita la continuidad paraláctica, con implicaciones verdaderamente revolucionarias en el campo de la escenografía teatral, anticipadas de algún modo en el teatro tradicional mediante la llamada «arena teatral». Del mismo modo que este concepto libera a los actores de una especie de bidimensionalidad artificial impuesta por la arquitectura del escenario, la holografía en movimiento posibilita la «arena cinematográfica» al liberar a las imágenes del plano de la pantalla cinematográfica. Las imágenes cobran virtualmente un carácter tridimensional, y aparecen entre nosotros como visiones sólidas pero impalpables. En la Antigüedad, los sacerdotes creaban ilusiones de dioses en el misterioso espacio de los templos sirviéndose de espejos chinos; el reflejo de un actor —la representación de un Hércules, por ejemplo— se presentaba objetivamente en el espacio, al tiempo que las nubes de incienso (¡esas nubes recurrentes!) distraían a los crédulos celebrantes de toda indicación de mendacidad. Como he señalado, las imágenes holográficas no podían tocarse; en un momento determinado habría que plantearse si este inconveniente se aceptaba como tal, o si merecía la pena desde el punto de vista artístico financiar una investigación para la ulterior transformación del medio. O podría preservarse la impalpabilidad para establecer una analogía con la visión mística natural, o incluso para proporcionar una metáfora del arte.

Resulta interesante poner en relación esta elección con los antecedentes que nos proporciona la historia de la escultura. Según la leyenda, Dédalo confeccionó una serie de autómatas para los hijos del rey Minos, entre otras espectaculares distracciones. Sin embargo, la mayor parte de los escultores, como el ya citado Bernini, ha preferido que el espectador tuviera que inferir el movimiento en sus obras. Creo que ello se debe en gran medida a que no disponían de la maquinaria requerida para animar las figuras, o a que dicha maquinaria resultaba demasiado visible o engorrosa y, por consiguiente los movimientos no eran lo bastante convincentes para crea una ilusión. Hay algo en las estatuas que pintaban los antiguos, una especie de maquillaje funerario, que no acaba de convencernos; la idea de la animación artificial resulta aún más perturbadora, misteriosa o incluso diabólica —piénsese la muñeca danzante de Coppélia [sic]. 

La excesiva resolución de la estatua de Abraham Lincoln que vocifera periódicamente la Declaración de Gettysburg en Disneylandia produce un extraño rechazo.La escultura cinética sólo empezó a ser estéticamente tolerable con la aparición del arte abstracto —en los móviles de Calder, por ejemplo—, en el que no contamos con las referencias de mundo real que nos hacen identificar la escultura en movimiento como algo de mal gusto o como algo primitivo. Sin embargo, he visitado templos hindúes en los que las figuras muestran colores tan chillones que estoy seguro de que a los fieles les habría encantado adorar una imagen de Shiva con sus brazos girando como un molino de viento. Con la holografía, en cualquier caso, los objetos tridimensionales no abstractos y en movimiento pueden resultar convincentes; en ella se funden las dos prácticas figurativas de nuestra tradición —la pintura y la escultura—, dando origen a una fantasía de progreso mimético. A partir de aquí, puede plantearse la cuestión de la oportunidad adicional de la palpabilidad. El Apolo Belvedere fue pintado en un tono rosado muy agradable, pero me atrevería a decir que demasiado frío desde el punto de vista táctil. El mármol y el bronce se perciben justamente como mármol y bronce, aunque adquieran la apariencia de unos senos o unos músculos pectorales, y nadie ha pretendido nunca (al menos hasta Duchamp) superar los impedimentos materiales y producir efigies palpablemente equivalentes a la carne y la piel, de manera que los emblemáticos senos de Venus parezcan reales. 

En mi opinión, eso sería una especie de perversión estética, como acariciar las muñecas de plástico de tamaño natural que se fabrican para individuos tímidos o desesperados. El hecho [sic] de tocar puede disminuir cuando el movimiento en sí resulta convincente, como en la holografía. Pero quizá lo más prudente sea no llevar las especulaciones más allá de este punto; sólo pretendo aclarar algunas consideraciones estéticas y morales referentes a las decisiones técnicas en el ámbito de los avances de la representación.

Hay una observación, no obstante, que no puedo dejar de hacer. Thomas Mark ha defendido, en mi opinión correctamente, que el contenido de ciertas composiciones musicales que requieren un especial virtuosismo interpretativo es en parte ese mismo virtuosismo requerido para tocarlas: son lo que llamamos «piezas de lucimiento». Creo que, en términos generales, parte del contenido de las obras de arte, especialmente de las que remiten al concepto tradicional de «obra maestra», es el virtuosismo que precisa su realización, y que la temática inmediata de dichas obras, cuando existe, no es más que una ocasión para la temática real, que es la demostración del virtuosismo. Así, en las pinturas de la escuela de Nueva York la pincelada no es tanto un motivo como una ocasión para exhibir el verdadero tema: la virtuosa acción pictórica. 

Las primeras obras en las que se emplea la perspectiva lineal se sirven de temáticas que posibilitan desplegar dicha perspectiva, como paisajes clásicos con series de columnas y formas reticulares; el tipo de paisajes boscosos que pintaban Corot y los miembros de la escuela de Barbizon se adecuan menos a este propósito, y su mera elección implica una actitud más romántica y menos reglamentada respecto al espacio, al que no consideraban estrictamente una caja o un escenario.

Especialmente curioso es el caso de Paolo Uccello, que, pese a su obsesión por la perspectiva, elegía temáticas inverosímiles para demostrar su poder, como escenas de batallas, en las que resaltaba cómicamente hileras de lanzas o series de banderolas: la verdadera batalla la libraban la temática y el tratamiento, con Uccello como héroe impotente. Hoy en día, la expansión técnica de las posibilidades de representación convierte esta conexión interna entre temática y tecnología en la característica principal de las obras. En las primeras películas producidas en los estudios de los hermanos Lumière, las temáticas elegidas representaban el movimiento por el movimiento: habría sido absurdo elegir una imagen en movimiento de una mesa llena de manzanas, aunque lo cierto es que habría sido la primera vez en que la quietud fuera una característica objetiva de la obra, ya que sólo ahora era verdaderamente posible que un objeto se moviera. Lo que se mostró al público fue la salida de la multitud de las fábricas, el tráfico en la Place de l'Opéra, los trenes, o las frondosas ramas de los árboles sobre las cabezas de los excursionistas en el Bois de Boulogne. Ni siquiera hoy nos hemos hartado de esa pièce de resistance cinematográfica que son las persecuciones. El cinerama nos proyectó a través del espacio virtual, pero lo hizo trivialmente, ya que la sensación de montar en una montaña rusa o en un avión tiene profundas limitaciones. 

Como primera temática holográfica yo elegiría, naturalmente, la Transfiguración de Cristo tal como aparece descrita en el evangelio de san Mateo. Tras ella me gustaría contemplar esa mascarada que Próspero hace surgir de la nada al agitar su bastón, para hechizado asombro de su hija y el amante de ésta. Lo más probable es que nos encontremos con escenas de reses en estampida, caballos encabritados y ganaderos echando pestes. Sin embargo, cuando la palpabilidad se convierta en una posibilidad técnica, estas temáticas no tendrán apenas sentido: hay serias dudas de que la palpabilidad pueda ser integrada lo suficiente en una narración como para que la evolución técnica suponga una evolución artística. 

Si las películas, por ejemplo, no se narrara una historia, nuestro interés por la mera plasmación del movimiento seguramente disminuiría; después de todo, podemos ver las cosas reales siempre que queramos. En términos generales, pienso que, a menos que la mimesis se convierta en diégesis o narración, la capacidad de emocionar de una forma artística acaba por desaparecer. 

En cualquier caso, siempre ha sido posible imaginar, al menos grosso modo, el futuro del arte construido en términos de progreso de la representación. En un principio se conocía la agenda, y se sabía por tanto en qué consistiría el progreso que supuestamente se iba a producir. Los visionarios podían afirmar que algún día las imágenes se moverían sin saber cómo se iba a lograr que se movieran, del mismo modo que hace no mucho se afirmaba que algún día el hombre caminaría sobre la superficie de la Luna sin que nadie supiera cómo se iba a lograr semejante hazaña. Pero posteriormente —y ésta ha sido la principal razón para poner en cuestión toda la teoría— sería posible hablar del fin del arte, al menos como disciplina progresiva. En el momento en que pudiera generarse técnicamente un equivalente para cada modalidad perceptiva, el arte habría llegado a su fin, del mismo modo que la ciencia llegaría a su fin si, como se creía posible en el siglo XIX, todo se conociera. En el siglo XIX, por ejemplo, se consideraba que la lógica era una ciencia muerta, y lo mismo la física, al margen de ciertos detalles molestos. Sin embargo, no existe ninguna razón de peso que nos lleve a pensar que la ciencia o el arte tengan que ser eternos, y eso siempre ha habido que responder a la pregunta de cómo sería su vida post-progresiva. Por esa razón hemos abandonado en mayor o menor medida este modelo histórico-artístico; la producción de equivalencias perceptivas ya no nos deslumbra, y, en cualquier forma, hay ciertos límites definidos en los que la narración se convierte en un hecho artístico. A pesar de todo, como veremos, el modelo tiene una pertinencia indirecta incluso hoy en día.

Antes de entrar en esta cuestión, no obstante, quiero hacer puntualización filosófica. Siempre que la filosofía del arte se ha articulado en términos de éxito o fracaso de las tecnologías de equivalencia perceptiva, ha resultado difícil obtener una definición general del arte verdaderamente interesante. 
Para poder integrar el drama narrativo en el concepto de «imitación», Aristóteles incluyó en él la imitación de una acción, pero en ese punto la teoría de la mimesis se separa del concepto de las «equivalencias perceptivas», ya que no está nada claro que el teatro presente ante nosotros con equivalencias perceptivas lo que percibiría un testigo presencial de la acción. Lo que en una representación teatral es una equívoca y sugerente idea, no lo es tanto cuando consideramos la ficción como la descripción de una acción. Y si pensamos en la descripción como algo opuesto a la mimesis nos damos cuenta de inmediato de que no está nada claro que haya lugar para el concepto de «progreso» o de cualquier tipo de transformaciones tecnológicas. Me explicaré.

Los filósofos, desde Lao Tzu hasta la época actual, han lamentado o han celebrado las inadecuaciones del lenguaje. Todo el mundo percibe que existen límites descriptivos y que hay cosas importantes más allá de dichos límites que el lenguaje no puede expresar. Pero si esto es cierto, ninguna expansión de las posibilidades de representación —mediante la introducción de nuevos términos en
el lenguaje, por ejemplo— remediará la situación, básicamente porque el problema reside en la propia actividad descriptiva, una actividad tan alejada de la realidad que no nos proporciona la experiencia que la propia realidad nos brinda. Una de las características de los lenguajes naturales es que todo lo que se puede decir en uno, se puede decir en cualquier otro (y lo que no puede decirse en uno, no puede expresarse en ninguno), incluidos la mayor o menor oportunidad de las expresiones y el grado de circunloquio. Por esa razón no se ha planteado nunca el problema tecnológico de ampliar los recursos descriptivos de los lenguajes naturales: todos ellos son igualmente universales. Lo que intento sugerir no es que el lenguaje carezca de límites, sino simplemente que, cualesquiera que sean, nada va a suponer un progreso hacia su superación; ésta se producirá en el seno del propio lenguaje entendido como un sistema de representación. No ha lugar lógico para el concepto de «progreso». En la historia de la literatura, por ejemplo, no hay ningún visionario que haya podido profetizar que algún día los hombres serían capaces de decir ciertas cosas —en parte, quizá, porque al decir lo que los hombres serían capaces de decir, ya lo habrían dicho. Evidentemente, alguien ha podido decir que algún día los hombres serán capaces de hablar de asuntos entonces prohibidos —de sexo, por ejemplo—, o de utilizar el lenguaje para criticar las instituciones como no podían hacerlo en su época. Pero esto tendría que ver con el progreso moral o político, si acaso, y se aplicaría tanto a las imágenes como a las palabras. Independientemente del valor que ello tenga, hoy podemos ver en las películas cosas que habría sido impensable mostrar una generación atrás (los senos de una estrella de cine, por ejemplo). Pero esto no es un avance tecnológico.

Los mejores ejemplos del modelo lineal o progresivo de la historia del arte se encuentran en la pintura y la escultura, y posteriormente en las películas. Nunca ha habido problemas para describir el movimiento, o la profundidad, o la palpabilidad material. Cuando decimos «su carne suave y blanda», describimos una experiencia perceptiva para la que no existe un equivalente mimético. 

Nuestro próximo modelo nos permite establecer una definición más general, ya que no se encuentra obstaculizado por las diferencias entre las palabras y las imágenes. Por el contrario, elimina aquellos factores esencialmente artísticos que posibilitan pensar en el arte como una disciplina en progreso.

Una posible confirmación de mi tesis histórica -a saber: que la producción artística de equivalencias de las experiencias perceptivas pasó, a finales del siglo XIX y principios del XX, desde el campo de la pintura y la escultura hasta al campo de la cinematografía— es el hecho de que los pintores y escultores a abandonar visiblemente ese objetivo aproximadamente al mismo tiempo en que entraron en juego todas las estrategias básicas del cine narrativo. Hacia 1905 ya se habían descubierto casi todas las estrategias cinematográficas, y fue por esas mismas fechas cuando los pintores y los escultores comenzaron a preguntarse, aunque sólo fuera a través de su actividad, qué les quedaría a ellos por hacer, ahora que otras tecnologías habían tomado, por así decirlo, el relevo. Supongamos que la historia del progreso artístico puede recorrerse en sentido contrario: imaginemos que se ha alcanzado la proyectada situación final y que, por alguna extraña razón, empieza a parecer una buena idea reemplazar las equivalencias perceptivas por indicaciones de inferencia —quizá porque se considera que la inferencia (=la Razón) es un valor más importante que la percepción. Poco a poco, la cinematografía sería reemplazada por indicaciones de movimiento cinemático como las que encontramos en Rosa Bonheur o en Rodin, y así sucesivamente hasta que la equivalencia perceptiva desaparezca del arte en su conjunto y obtengamos un arte puramente descriptivo en el que las palabras reemplacen a los estímulos perceptivos. Y quién sabe, puede que esto parezca todavía excesivamente vinculado a la experiencia y que el siguiente paso sea la música. Sin embargo, dada la concepción que se tenía del progreso, hacia 1905 daba la impresión de que los pintores y escultores sólo podían justificar sus actividades redefiniendo el arte de maneras que tenían que resultar chocantes para quienes seguían juzgando la pintura y la escultura mediante los criterios del paradigma de progreso, sin darse cuenta de que la transformación tecnológica hacía que las prácticas que se adecuaban a esos criterios fueran cada vez más arcaicas.

Los fauves son un buen ejemplo. Véase por ejemplo el retrato que Matisse hizo de su mujer en 1906, en el que una raya verde recorre la nariz de Madame Matisse (de hecho, el título de la pintura es La raya verde). Chiang Yee me habló de una pintura realizada por un artista jesuita para la concubina favorita de un emperador chino; la imagen sorprendió a la mujer: ella no sabía que la mitad de su rostro fuera de color negro y que el artista había utilizado sombras. Si la hubieran informado acerca de la apariencia real del mundo, sobre la existencia de luces y sombras, habría reconocido su parecido con la imagen. La pintura de Matisse, por el contrario, no remite a la historia de las equivalencias perceptivas. Aunque hubiera habido una sombra verde sobre la nariz de la modelo, no sería de ese verde en particular. Las mujeres de aquella época no utilizaban una «sombra de nariz» similar a la actual sombra de ojos. La esposa de Matisse tampoco sufría gangrena nasal. Sólo cabe la posibilidad de pensar —como hace la gente— que Matisse olvidó cómo se pintaba, que intentó recordarlo pero perdió la cabeza, que estaba pervirtiendo sus capacidades para escandalizar a la burguesía, o que estaba intentando irritar a los coleccionistas, los críticos y los curators (las tres «ces» del mundo del arte).

Se trataría por tanto de racionalizaciones estereotipadas de objetos que comenzaron a aparecer entonces en forma de epidemia; indudablemente, eran pinturas, pero su grado de equivalencia perceptiva con una entidad del mundo o del mundo del arte era tan pequeño que parecía imprescindible justificar su existencia. Entonces empezó a asimilarse que una obra sólo podía plantear problemas en relación con una teoría que podía ponerse en cuestión, y que si los planteaba sería culpa de la teoría. En la ciencia, al menos idealmente, no se echa la culpa al mundo cuando una teoría no funciona, sino que cambiamos las teorías hasta que nos sirven. Lo mismo ocurrió con la pintura posimpresionista.

Cada vez era más evidente que se necesitaba con urgencia una nueva teoría, que no es que los artistas estuvieran fracasando en su plasmación de equivalencias perceptivas, sino que buscaban algo absolutamente incomprensible en esos términos. Hay que decir, en favor de la estética, que sus representantes respondieron a esta nueva situación elaborando teorías, a veces fallidas, en las que reconocían esta necesidad. Un buen ejemplo es la pertinente afirmación de que los pintores, más que representar, estaban expresando algo (la Estetica come scienza dell'espressione apareció en 1902). De acuerdo con esto, La raya verde intenta hacernos ver lo que Matisse sentía respecto a la modelo (su propia mujer), demandando un complejo acto de interpretación por parte del espectador.

Esta consideración es importante porque asume la teoría de las equivalencias perceptivas presuponiendo las discrepancias, unas discrepancias que explica en función de los sentimientos. Reconoce, por así decirlo, el carácter de los estados emocionales, el hecho de que los sentimientos
tienen que ver con un determinado objeto o estado de cosas; y dado que Croce supone que el arte es un tipo de lenguaje, y que el lenguaje es una forma de comunicación, la comunicación del sentimiento será satisfactoria en la medida en que la obra pueda mostrar a qué objeto remite el sentimiento expresado —por ejemplo, a la mujer del artista. Las diferencias entre el modo en que se muestra realmente este objeto y el modo en que se mostraría en una mera equivalencia perceptiva no señalan ya una distancia que pueda salvarse mediante el progreso del arte o mediante el dominio por el artista de la técnica ilusionista, sino que responden a la exteriorización u objetivación de los sentimientos del artista respecto a lo que muestra. Este sentimiento se comunica al espectador en la medida en que éste pueda inferirlo sobre la base de las diferencias. De hecho, el espectador debe plantearse distintas hipótesis: si el objeto se muestra como se muestra, es porque el artista lo siente como lo siente. 

Si De Kooning pinta una mujer a brochazos, si El Greco pinta santos como formas verticales estiradas, si Giacometti modela figuras incoherentemente demacradas, no es por razones ópticas ni porque esas mujeres, santos o figuras sean realmente así, sino porque los artistas revelan respectivamente sentimientos de agresividad, anhelo espiritual y compasión. Sería muy difícil interpretar que De Kooning esté expresando compasión, o simplemente espiritualidad, o que El Greco esté expresando agresividad. Aunque, desde luego, la adscripción de sentimientos siempre es epistemológicamente delicada. Resulta especialmente delicada desde el momento en que la teoría plantea que el objeto representado por la obra se convierte en la ocasión para expresar algo sobre él, y empezamos entonces a reconstituir la historia del arte a partir de estos nuevos planteamientos. En ese momento, tenemos que decidir en qué medida las discrepancias con una equivalencia perceptiva ideal se deben a un déficit técnico y en qué medida se deben a la expresión. Obviamente, no debemos interpretar todas las discrepancias como expresivas, ya que en ese caso no tendría sentido recurrir al concepto de «progreso»: debemos asumir que en muchos casos un artista eliminaría las discrepancias si supiera hacerlo. Aun así, ciertas discrepancias que resultarían absurdas desde el punto de vista de la representación se convierten en artísticamente fundamentales desde el punto de vista de la expresión. 

En la época de los fauves, las desviaciones subrayadas por los defensores del nuevo arte y los suscriptores de la nueva teoría se justificaban afirmando que, en última instancia, el artista podía dibujar: la prueba estaba en los ejercicios académicos de Matisse o en los sorprendentes lienzos pintados por Picasso a los dieciséis años. Pero estas angustiosas preguntas fueron perdiendo sentido a medida que la expresión parecía hacerse cargo cada vez más de las propiedades definidoras del arte. 

Los objetos se hicieron cada vez menos reconocibles y acabaron desapareciendo por completo en el expresionismo abstracto, en el que la interpretación de una obra puramente expresionista implicaba una referencia a sentimientos no objetuales: alegría, depresión, entusiasmo generalizado, etc. Lo interesante era que, al existir pinturas puramente expresivas, y por tanto no explícitamente de representación, ésta quedaba excluida de la definición del arte. Pero desde nuestra perspectiva, resulta incluso más interesante el hecho de que la historia del arte adquiera una estructura totalmente diferente. Y esto es así porque ya no hay ninguna razón para pensar que el arte tenga una historia
progresiva: sencillamente, el concepto de «expresión» no permite establecer una secuencia evolutiva como lo permitía el concepto de «representación mimética».

No lo permite porque no existe una tecnología mediadora de la expresión. No es que las nuevas tecnologías de representación no permitan nuevos modos de expresión: no hay duda de que el cine tiene posibilidades expresivas sin paralelo en los medios artísticos hipiélago, y en la que podemos imaginar aleatoriamente cualquier secuencia. En cualquier caso, debemos comprender cada obra, cada conjunto de obras, en los términos definidos por el artista en particular que estamos estudiando, y lo que es cierto en De Kooning no tiene por qué serlo en cualquier otro artista. El concepto de «expresión» posibilita esa interpretación, al poner en relación el arte con el artista individual. La historia del arte se convierte en la historia de las sucesivas vidas de los artistas.

Resulta sorprendente que la historia de la ciencia se conciba hoy en día siguiendo en cierto modo estas líneas. Mientras que en el siglo XIX se consideraba, de un modo optimista, que dicha historia era una inevitable progresión lineal hacia un estadio final de absoluta representación cognitiva, actualmente se contempla como una secuencia discontinua de fases entre las que existe una radical inconmensurabilidad. La semántica de los términos científicos es casi como la semántica de términos como «dolor», en los que cada emisor se refiere a algo distinto y habla en un idioma privado, hasta el punto de interpretar al otro en sus propios términos, sin comprenderlo en absoluto. El término «masa» significa cosas diferentes en cada fase de la ciencia: cada

teoría que lo emplea lo vuelve a definir, negándose la sinonimia entre teoría y

teoría. Pero incluso sin llegar a este extremo radicalismo léxico, la propia

estructura de la historia asegura cierto grado de inconmensurabilidad.

Imaginemos una historia del arte invertida, que comience en Picasso y Matisse,

atraviese el impresionismo y el Barroco, entre en decadencia con Giotto y llegue

a su culminación con la versión original del Apolo Belvedere, más allá del cual

es imposible imaginar un avance. En rigor, las obras en cuestión podrían haber

sido producidas en ese orden. Pero no tendrían ni el sentido ni la estructura

que percibimos en ellas bajo la presente cronología. Picasso, por citar sólo un

ejemplo, remite una y otra vez a la historia del arte que deconstruye

sistemáticamente, y por tanto presupone esas obras del pasado. Algo parecido

ocurre con la ciencia. Aunque los científicos no son tan conscientes de su

historia como los artistas, existen referencias inter-teóricas que aseguran un

determinado grado de inconmensurabilidad, aunque sólo sea porque nosotros

conocemos a Galileo y él no pudo conocernos a nosotros, y en la medida en que

nuestros usos remiten a los suyos, los términos que nosotros utilizamos no

pueden tener los mismos significados que los que él empleaba. Es importante

tener en cuenta que tenemos que comprender el pasado en nuestros propios

términos, y que por consiguiente no puede haber un uso uniforme entre fase y

fase.

Ha habido filosofías de la historia que han hecho de esta inconmensurabilidad un

elemento central, aunque no precisamente por las razones que he esbozado. Pienso

concretamente en Spengler, quien disolvió la tradicional historia lineal de

Occidente en tres periodos históricos independientes (clásico, mágico y

fáustico) con su propio vocabulario de formas culturales entre los que no podía

asumirse ninguna conmensurabilidad de significado. El templo clásico, la

basílica con cúpula y la catedral abovedada no son tres monumentos en una

historia lineal, sino tres expresiones distintas del proceder arquitectónico de

tres diferentes espíritus culturales subyacentes. En sentido estricto, los tres

periodos se suceden uno a otro, pero sólo en la forma en que se suceden las

generaciones, exactamente igual que cada generación alcanza y expresa su madurez

a su manera. Cada periodo delimita un mundo diferente, y dichos mundos son

inconmensurables. El libro de Spengler se titulaba notoriamente La decadencia de

Occidente, y cuando se publicó fue considerado demasiado pesimista, en parte

debido a las metáforas biológicas que el autor empleaba, en virtud de las cuales

cada civilización atravesaba su propio ciclo de juventud, madurez, vejez y

muerte. Si aceptamos estas premisas, el futuro de nuestro arte resulta muy

sombrío, pero pronto comenzará un nuevo ciclo con sus propias cumbres —Spengler

era en el fondo bastante optimista—, un ciclo que no podemos imaginar, igual que

el nuestro no podía imaginarse desde el ciclo anterior. De este modo, en el

futuro habrá arte, pero no será nuestro arte. Nuestra forma de vida se ha hecho

vieja. La tesis de Spengler puede considerarse pesimista u optimista dependiendo

de la percepción que cada cual tenga de su propia cultura, en el marco de un

riguroso relativismo que, igual que todos los planteamientos que he analizado en

esta sección, dicha tesis presupone.

Y la razón por la cual subrayo aquí este relativismo es porque mi pregunta

inicial —si el arte tiene futuro— es claramente anti-relativista, en la medida

en que supone de algún modo la existencia de una historia lineal. Esto tiene

profundas implicaciones filosóficas, ya que se requiere una conexión interna

entre el modo en que definimos el arte y el modo en que concebimos la historia

del arte. Sólo podemos plantearnos que el arte tiene una historia que responde



al modelo progresivo si concebimos el arte como representación; si, por el

contrario, lo concebimos como mera expresión, o como la comunicación de

sentimientos, tal como hace Croce, entonces no tendremos una historia ese tipo,

y no tendrá sentido plantearse la cuestión del fin del arte, precisamente porque

en el concepto de «expresión» está implícito ese tipo de inconmensurabilidad en

el que a cada cosa le sucede otra. El hecho de que los artistas expresen

sentimientos no deja de ser más que un hecho, y no puede ser la esencia del arte

si el arte tiene una historia del tipo que se deduce cuando nos preguntamos

sobre su fin. El que el arte sea un asunto de equivalencia perceptiva es

consecuente con ese tipo de historia, pero eso, como hemos visto, no es una

definición lo suficientemente general del arte. El resultado de esta dialéctica

es que si queremos pensar que el arte tiene un fin, no sólo necesitamos una

concepción lineal de la historia del arte, sino también una teoría del arte lo

suficientemente general como para incluir otras representaciones además de las

que ejemplifica la pintura ilusionista: representaciones literarias, por

ejemplo, e incluso musicales.

La teoría de Hegel responde a todos estos requisitos. Supone la existencia de

una genuina continuidad histórica, e incluso una forma de progreso. El progreso

en cuestión no equivale al incremento de una refinada tecnología de equivalencia

perceptiva, sino que es una especie de progreso cognitivo, en el que se supone

que el arte se aproxima progresivamente a ese tipo de cognición. Cuando se logra

dicha cognición, el arte deja de ser necesario. El arte es un estadio

transitorio en el advenimiento de cierto tipo de sabiduría. La pregunta entonces

es: ¿en qué consiste esta cognición?, y la respuesta, aunque en principio pueda

resultar decepcionante, es: en el conocimiento de lo que es el arte. Al parecer,

existe una conexión interna entre la naturaleza y la historia del arte. La

historia acaba con el advenimiento de la auto-consciencia, o mejor, del

auto-conocimiento. Supongo que nuestras historias personales —o al menos

nuestras historias formativas— responden en cierto modo a esa estructura, y que

acaban con la madurez, entendida ésta como el conocimiento —y la aceptación— de

lo que somos. El arte llega a su fin con el advenimiento de su propia filosofía.

Narraré ahora esta última historia volviendo a la historia terminal del arte

basado en la percepción.

El éxito de la teoría expresiva del arte es al mismo tiempo el fracaso de la

teoría expresiva del arte. Su éxito consistió en que fue capaz de explicar el

arte de manera uniforme —es decir, como la expresión de los sentimientos. Su

fracaso, en que sólo tenía un modo de explicar todo el arte. Las primeras

discontinuidades en la historia progresiva de la representación pudieron

interpretarse como casos curiosos en los que los artistas estaban intentando

expresar antes que representar. Pero a partir de 1906 aproximadamente, la

historia del arte sencillamente pareció convertirse en la historia de las

discontinuidades. Evidentemente, esta discontinuidad podía adecuarse a la

teoría. Cada uno de nosotros tiene sus propios sentimientos, y es natural que

los exprese de forma individual, incluso de forma inconmensurable. Lo cierto es

que la mayoría de nosotros expresa sus sentimientos de maneras muy similares, y

que hay formas de expresión que en realidad deben interpretarse en términos

evolutivos, por no decir fisiológicos: estamos hechos para expresar sentimientos

que todos reconocemos. En teoría, sin embargo, los artistas se caracterizan por

la singularidad de sus sentimientos; el artista es diferente al resto de los

seres. El problema de esta tesis, plausible pero romántica, reside en el hecho

de que todos los movimientos artísticos desde el fauvismo —por no mencionar el

posimpresionismo del cual deriva— parecían demandar un tipo de interpretación

teórica que cada vez se adecuaba menos al lenguaje y la psicología de las

emociones. Piénsese en la asombrosa sucesión de movimientos artísticos en

nuestro siglo: el fauvismo, los cubismos, el futurismo, el vorticismo, el

sincronismo, el arte abstracto, el surrealismo, dadaísmo, el expresionismo, el

expresionismo abstracto, el pop, el op-art, el minimalismo, el post-minimalismo,

el arte conceptual, el realismo fotográfico, el realismo abstracto, el

neoexpresionismo —por citar sólo los más familiares. El fauvismo duró

aproximadamente dos años, y hubo un momento en que cada nuevo periodo de la

historia del arte parecía destinado a durar cinco meses o incluso menos. En

aquel momento, la creatividad no parecía consistir tanto en hacer una obra como

en configurar un periodo. Los imperativos del arte eran en realidad imperativos

históricos: había que configurar un periodo histórico-artístico. El éxito

consistía en producir una innovación aceptada. Si lo lograbas, tenías el

monopolio para producir obras que nadie podía producir, ya que nadie había

configurado el periodo con el que tú y quizá unos pocos colaboradores seríais

identificados en adelante. Ello traía consigo una cierta seguridad económica, en

la medida en que los museos, vinculados a una estructura histórica que era

necesario completar con ejemplos de cada periodo, demandarían un ejemplo de tu

obra en caso de formar parte del periodo adecuado. Nunca se admitió la evolución

de la obra de un artista tan innovador como De Kooning; De Chirico,

perfectamente consciente de estos mecanismos, pintó «de chiricos» toda su vida,

ya que eso era lo que demandaba el mercado. ¿Quién habría querido un utrillo que



pareciera un mondrian, o que una obra de Marie Laurencin fuera como una de Grace

Hartigan, o un cuadro de Franz Kline firmado por Modigliani? Y cada periodo

requería una determinada cantidad de compleja teoría para poder despachar en el

plano del arte objetos a veces muy minimalistas. Frente a esta profunda

interacción entre ubicación histórica y emancipación teórica, el recurso al

sentimiento y la expresión parecía cada vez menos convincente. Incluso hoy en

día apenas sabemos qué pretendía el cubismo, aunque estoy seguro de que

pretendía mucho más que ventilar los sentimientos, sorprendentemente

coincidentes, de Braque y Picasso respecto a las guitarras.

La teoría de la expresión, pese a su incapacidad para abordar esta rica

profusión de estilos y géneros artísticos, tuvo sin embargo el gran mérito de

unificar las obras de arte en una tipología legítima, a pesar de sus variaciones

superficiales, y de responder a la manera de la ciencia a una pregunta latente

desde la época de Platón: ¿qué es el arte? Esta pregunta se hizo especialmente

apremiante en el siglo XX, cuando el modelo heredado entró en crisis, aunque

hacía ya tiempo que ese modelo no funcionaba. La inadecuación de la teoría se

hizo cada vez más patente, año tras año, periodo tras periodo, a medida que cada

movimiento volvía a replantear la cuestión, ofreciéndose como una posible

respuesta definitiva. La pregunta acompañaba cada nueva forma de arte de igual

modo que el cogito acompaña a cada juicio en la gran tesis de Kant, de igual

forma que cada juicio remite a la pregunta de qué es el pensamiento. Y comenzó a

parecer que el principal propósito del arte en nuestro siglo era buscar su

propia identidad, negando al mismo tiempo todas las respuestas disponibles por

considerarlas insuficientemente generales. Era como si, parafraseando una famosa

fórmula de Kant, el arte fuera algo conceptible que no satisfacía ningún

concepto específico. Esta forma de ver las cosas remite a otro modelo global de

la historia del arte, un modelo narrativamente ejemplificado por la

Bildungsroman, la novela de aprendizaje que culmina en el auto-reconocimiento

del arte. Se trata de un género que recientemente —y en mi opinión,

acertadamente— se ha rastreado sobre todo en la literatura feminista, y en el

que la heroína se pregunta —y pregunta al lector— al tiempo quién es ella

en qué consiste ser mujer. Una magna obra filosófica que adopta esta forma es la

asombrosa Fenomenología del espíritu de Hegel, en la que el héroe es el espíritu

del mundo —al que Hegel llama Geist—, cuyos estadios evolutivos hacia el

auto-conocimiento, y hacia la auto-realización a través del auto-conocimiento,

traza Hegel dialécticamente. El arte es uno de esos estadios —en realidad, uno

de los estadios finales en el retorno del espíritu al espíritu a través del

espíritu—, pero es un estadio que debe ser superado en el doloroso ascenso hacia

la redentora cognición final. Según el esquema de Hegel, la culminación de la

búsqueda y destino del Geist resulta ser la filosofía, en gran parte porque la

filosofía es esencialmente reflexiva, en el sentido de que la interrogación

sobre su identidad forma parte de su identidad, de que su naturaleza es una de

sus preocupaciones principales. De hecho, la historia de la filosofía puede

interpretarse como la historia de las identidades, planteamientos y visiones

erróneas de la filosofía. Podemos interpretar la tesis de Hegel como una

afirmación de que la historia filosófica del arte consiste en una progresiva

disolución en su propia filosofía, como una demostración de que la

auto-teorización es una posibilidad legítima y una garantía de que hay algo cuya

identidad consiste en la auto-comprensión. El gran drama de la historia,

convertido por Hegel en una divina comedia del entendimiento, puede terminar en

un momento de auto-iluminación final, en la iluminación de la propia

iluminación. La importancia histórica del arte reside por tanto en que hace que

la filosofía del arte sea posible e importante. Si miramos el arte de nuestro

pasado reciente en estos grandiosos términos, nos encontrarnos con algo que

depende cada vez más de una teoría para existir como arte; la teoría no es algo

ajeno al mundo que pretende comprender, sino que para comprender su objeto tiene

que comprenderse a sí misma. Y estas últimas producciones tienen otra

característica más: los objetos tienden a desaparecer mientras su teoría tiende

al infinito. Al final, virtualmente, lo único que hay es teoría: el arte se ha

volatilizado en un resplandor de mera auto-reflexión, convertido en el objeto de

su propia consciencia teórica. En el caso de que algo como esto fuera

remotamente verosímil, podríamos suponer que el arte habría llegado a su fin.

Evidentemente, seguirían produciéndose obras de arte, pero los artífices,

viviendo en lo que yo he dado en llamar «el periodo post-histórico del arte»,

crearían obras carentes de la importancia o el significado histórico que

tradicionalmente se les atribuye. El estadio histórico del arte finaliza cuando

se sabe lo que es el arte y lo que significa. Los artistas han dejado el camino

abierto para la filosofía, y ha llegado el momento de dejar definitivamente la

tarea en manos de los filósofos. Permítanme que termine con ciertas

puntualizaciones que ayuden a poder aceptar esta tesis.

«El fin de la historia» es una frase con implicaciones ominosas en una época en

la que parece estar en nuestras manos el fin de todo, incluida la propia

existencia de la humanidad. Siempre han existido visiones apocalípticas, pero

rara vez se han acercado tanto a la realidad como ahora. Cuando ya no quede nada



con lo que hacer historia —por ejemplo, seres humanos—, ya no habrá historia.

Pero los grandes meta-historiadores del siglo XIX, con sus interpretaciones

esencialmente religiosas, tenían en mente algo más benigno, incluso en el caso

de Karl Marx, para quien la violencia iba a ser el motor de esta benigna

culminación. Para estos pensadores, la historia era una especie de agonía

necesaria a través de la cual alcanzar un fin, y el fin de la historia

significaba por tanto el fin de esa agonía. La historia llegaría a su fin, pero

la humanidad no. Cuando acaba una historia, sus protagonistas siguen viviendo,

felizmente activos, en su insignificancia post-narrativa; todo lo que hacen y

todo lo que les ocurre no es parte de la historia vivida a través de ellos. Es

como si ellos fueran el vehículo y la historia el sujeto. He aquí una pertinente

cita de Alexandre Kojève, un profundo e influyente analista de la obra de Hegel:

A decir verdad, el final del tiempo humano, el fin de la historia —esto es, la

definitiva aniquilación del Hombre propiamente dicho, o del individuo libre e

histórico—, no supone más que un alto el fuego en todo el sentido del término.

En la práctica, supone la desaparición de las guerras y las revoluciones

sangrientas. Y también la desaparición de la filosofía, porque si el hombre ya

no cambia esencialmente, no hay ninguna razón para cambiar los (verdaderos)

principios en que funda su comprensión del mundo y de sí mismo. Todo lo demás,

sin embargo, puede preservarse indefinidamente: el arte, el amor, el juego,

etc.: en resumen, todo lo que hace que el hombre sea feliz.

Kojève se inspira indudablemente en un célebre pasaje en el que Marx describe la

vida de un hombre cuando todas las contradicciones que definen la historia, y

que se expresan socialmente en la lucha de clases descrita amenazadoramente en

El manifiesto comunista, se hayan disuelto en la agonía de la historia, esto es,

cuando exista una sociedad sin clases y no haya motores para la historia, cuando

el hombre haya llegado a las costas de Utopía, al paraíso de la no-alienación y

la no-especialización. Allí, cuenta Marx, uno podrá ser cazador por la mañana,

pescador por la tarde y crítico de la crítica por la noche. Tanto para Hegel

como para Marx, la vida será como una especie de Club mediterranée filosófico o,

como se dice vulgarmente, será como el Cielo, donde lo único que se puede hacer

es —como dicen nuestros adolescentes— «estar colgado». Podemos poner otro

ejemplo. Al final de la República, Platón describe una situación crítica en la

que unos hombres, purificados en la otra vida y dispuestos a volver a la Tierra,

deben escoger una vida nueva. El astuto Ulises elige una vida de tranquila

oscuridad, la clase de vida reservada a la mayoría de la gente de su época, la

sencilla existencia anónima de una comedia de situación, la vida de pueblo, la

vida doméstica, el tipo de vida que Aquiles añoraba dolorosamente en el

infierno. La única diferencia es que, en el caso de Marx y de Hegel, la historia

no retumba en el lejano horizonte. La tormenta ha amainado para siempre. Y ahora

podemos hacer lo que queramos, respondiendo a ese imperativo que nada impone:

«Fay çe que voudras». El fin de la historia coincide —se identifica— con lo que

Hegel denomina «el advenimiento del Conocimiento Absoluto». El conocimiento es

absoluto cuando no existe la menor brecha entre él y su objeto, o cuando el

conocimiento es su objeto, cuando sujeto y objeto coinciden. El último párrafo

de la Fenomenología caracteriza adecuadamente esta clausura filosófica,

afirmando que dicho objetivo «consiste en alcanzar un perfecto conocimiento de

sí misma, en conocer su identidad». No hay entonces nada ajeno al conocimiento,

nada que se resista a la iluminación de la cognición intuitiva. Dicha concepción

del conocimiento es, en mi opinión, fatalmente imperfecta. Pero si hay algo que

la ejemplifique es el arte de nuestro tiempo: el objeto artístico está tan

imbuido de consciencia teórica que la división entre objeto y sujeto casi ha

desaparecido, y poco importa si el arte es filosofía en acción o la filosofía es

arte en pensamiento. «No hay duda», escribe Hegel en su Filosofía de las Bellas

Artes, «de que el arte se utiliza como un mero pasatiempo o entretenimiento, ya

sea para embellecer nuestro entorno, para imprimir vitalidad en la superficie de

nuestras condiciones de vida, o para decorar insistentemente otros motivos».

Kojève debía de estar pensando en una función similar cuando hablaba del arte

entre las cosas que harían feliz al hombre en la época posthistórica: el arte

como una especie de juego. Pero este tipo de arte, sostiene Hegel, no es

realmente libre, «sino que sirve a otros objetos». El arte sólo es

verdaderamente libre, sigue diciendo, cuando «se ha establecido en una esfera

compartida con la religión y la filosofía, convirtiéndose de ese modo en una

modalidad más a través de la cual... se revelan las más grandes verdades

espirituales». Tras afirmar unas cuantas cosas más, Hegel concluye —el lector

decidirá si de manera pesimista o no— que «el arte es y seguirá siendo cosa del

pasado», y reitera: «En lo que respecta a sus más elevadas posibilidades, [el

arte] ha perdido su vitalidad y su veracidad, y ha sido transferido a nuestro

mundo de ideas, donde sigue siendo necesario y puede mantener la posición

privilegiada que ocupaba en la realidad». Hegel plantea por tanto la necesidad

de una «ciencia del arte» o Kunstwissenschaft —que no tiene el menor parecido

con la disciplina académica de la historia del arte que hoy conocemos, sino que

es más bien una especie de filosofía cultural similar a la que él estaba

elaborando—, una ciencia del arte que, según sus palabras, «es muchísimo más


necesaria en nuestra época que en los tiempos en que el arte se bastaba a sí

mismo para resultar del todo satisfactorio». Y prosigue este pasaje

absolutamente asombroso afirmando: «El arte nos invita a contemplarlo de manera

reflexiva... con objeto de descubrir científicamente su naturaleza». Aunque la

historia del arte que hoy conocemos apenas se plantea en estos términos, estoy

seguro de que esta disciplina anémica tuvo unos orígenes tan vigorosos como los

que Hegel expone. Puede que la historia del arte tenga la forma que conocemos

porque el arte ha llegado a su fin. Pues bien.

Como diría Marx, puedes ser un artista abstracto por la mañana, un realista

fotográfico por la tarde y un minimalista mínimo por la noche. O puedes recortar

muñecas de papel, o hacer lo que te dé la real gana. Ha llegado la era del

pluralismo, es decir, ya no importa lo que hagas. Cuando una dirección es tan

buena como cualquier otra, el concepto de «dirección» deja de tener sentido. La

decoración, la auto-expresión y el entretenimiento son, obviamente, necesidades

humanas perdurables. El arte siempre tendrá un papel que desempeñar si los

artistas así lo desean. Su libertad acaba en su propia realización, pero siempre

dispondremos de un arte servil. Las instituciones del mundo del arte (galerías,

coleccionistas, exposiciones, publicaciones periódicas), que han predicado y

señalado lo nuevo a lo largo de la historia, se marchitarán poco a poco. Es

difícil predecir lo feliz que nos hará esta felicidad, pero fíjense en cómo ha

hecho furor la gastronomía en el tradicional modo de vida americano. En

cualquier caso, ha sido un inmenso privilegio haber vivido en la historia.





No hay comentarios: