Imagen e Idea

La función del arte en el desarrollo de la conciencia humana 

Herbert Read 

IV. LO HUMANO COMO EL IDEAL 

La creación de todo ideal va rodeada del secreto y prodigio del nacimiento. 


Debe ser ya evidente que la noción de realidad que sustenta este libro es, en el sentido filosófico de la palabra, empírica. La realidad es una construcción de nuestros sentidos, un plano que surge lentamente a medida que sondeamos nuestros sentimientos, trazamos los contornos de nuestras sensaciones, medimos las distancias y las altitudes de la experiencia. El plano cambia a medida que nuestro conocimiento aumenta, a medida que nuestros instrumentos registradores son más precisos. Una nueva clase de instrumento puede producir un plano completamente nuevo, y aquellos de nosotros que somos escépticos siempre consideramos la última edición del plano como provisional.

Pero si tratamos de trazar ese plano de la realidad, de captar su forma y sus características internas, empezamos a adivinar, a falsificar. Interviene, entre nuestra realidad experimentada y nuestra representación de esa realidad, una función mental a la cual los psicoanalistas han dado el nombre de super-ego, una forma o estructura consciente que se da a la vida del sentimiento y del deseo, de otro modo amorfa. A esta creación consciente la llamamos idealismo. En sus etapas más primitivas no es más que la articulación del sentimiento en imágenes coherentes y en lenguaje, después la elaboración y la combinación de estos elementos para aprehender o representar estados de sentimientos más complejos o momentos de intuición más intensos, y para dar a éstos unidad y significación. Un deseo siempre presente de estabilizar el área de la conciencia, de definir compartimentos precisos de la conciencia intelectual, estimula el pensamiento y conduce al desarrollo evolutivo de una Weltanschauung, una cultura con todos sus mitos, supersticiones e ideales. Pero esta cultura es siempre un fenómeno superficial; sustentándolo se halla el más vasto inframundo del sentimiento subjetivo inaprehendido, la conciencia personal o colectiva de las modernas psicologías de profundidad.

Fue sin duda inevitable que tarde o temprano el hombre tratara de comprender y representar la fuente subjetiva de todas las imágenes y símbolos que crea en su esfuerzo por construir una realidad externa, que tratara de descubrir y representar el Yo. Había dos posibilidades: descubrir lo que es único en cada individuo, su subjetividad, o descubrir lo que era común a todos los hombres, su humanidad. En el proceso, la conciencia de lo universal precedió a la conciencia de lo particular, y sería relativamente fácil encontrar razones para apoyar esta prioridad; por ejemplo, la urgente necesidad de la solidaridad de grupo en un ambiente todavía predominantemente hostil a la raza humana.

Trataremos del descubrimiento de la subjetividad del hombre en un capítulo subsecuente. La tarea de captar y definir una imagen objetiva del hombre fue lograda por ese complejo de razas y de civilizaciones regionales a la que llamamos, por conveniencia, los griegos. Los artistas griegos tuvieron conciencia del ideal “hombre”, por primera vez y para siempre. Lo que no se reconoce generalmente es que, en el proceso, hicieron posible la estructura del pensamiento que llamamos “humanismo”. El camino del animismo y la magia al idealismo y a la metafísica es arquitectónico; es literalmente un tallado por partes de la forma humana, y la contemplación de esta forma en su pedestal. Las otras artes, especialmente la poesía, contribuyeron a esta apoteosis del hombre. Se dio a los dioses forma humana y el humanismo formó algo así como un comentario alrededor de los artefactos. Ernst Cassirer dice que el arte griego “preparó el camino para una nueva concepción de los dioses”, y que “la obra iniciada por la poesía griega fue completada por la escultura griega”. Dudo que haya posibilidad de establecer alguna prioridad histórica entre las artes en este proceso, pero en todo caso los orígenes de la escultura griega pueden trazarse más fácilmente que los de la poesía. Con mucha claridad podemos reconstruir los pasos firmes que llevaron del descubrimiento de la armonía plástica del Período Neolítico a la idealización de la forma humana en la Época Clásica de Grecia.

Partimos del punto en que nos quedamos al finalizar el capítulo II, con el descubrimiento y armonización de las proporciones generales en el arte neolítico posterior. La belleza había nacido, no, como tanta frecuencia se piensa ahora, como un ideal de humanidad, sino como medida, como la reducción del caos de las apariencias a la precisión de símbolos lineales. Simetría, equilibrio, división armónica, intervalos calculados y ajustados, tales fueron sus características abstractas.

El hombre había adquirido conciencia de estas cualidades durante el largo desarrollo hacia un arte geométrico en la Nueva Edad de Piedra. Este desarrollo ha sido considerado ya en el capítulo II, pero en un contexto muy general. Podemos ahora tomar el problema en el más limitado contexto del arte griego refiriéndonos, en primer lugar, al arte de la cerámica. Los siglos X y IX a.C. habían presenciado lo que Beazley llama “un largo conflicto... entre la curva y la recta; y en el período “geométrico” que sigue al proto-geométrico, la línea recta y el ángulo agudo, tanto en forma como en decoración, tienden a dominar”. Durante los siglos IX y VIII los artistas griegos explotaron con variaciones infinitas todas las sutilezas del diseño lineal. Los marcados intervalos de espacio, las intersecciones de líneas rectas, la relativa agudeza u obtusidad de ángulos, el contrapunto de líneas rectas y curvas, el equilibrio y simetría de áreas cerradas, todas estas características del estilo geométrico son evidencia de un refinamiento progresivo de la sensibilidad humana en relación con las dimensiones físicas. Desde el primer albor de un arte geométrico en la Nueva Edad de Piedra al primer albor del período histórico en el arte griego, se muestra una ampliación gradual de la sensibilidad plástica tanto por el refinamiento cada vez mayor de las formas dadas a los volúmenes -el volumen tridimensional de las vasijas que generalmente vemos como una silueta o galbe-, como por la ascendente complejidad y variación del ornamento lineal. El resultado general, hacia principios del siglo VII, fue una conciencia ampliamente difundida de los elementos geométricos como tales, de sus existencia concreta y particular. Aparecieron después los primeros geómetras y los primeros filósofos -Tales de Mileto a fines del siglo VII a. C., Pitágoras y su escuela en el siglo VI. La civilización griega se lanzó a su gran aventura; los artistas la habían hecho posible.

Podemos tener puntos de vista diferentes acerca de la más notable realización de esa civilización. Pero el elemento irreductible de la cultura griega es el elemento estético. Se halla en la base de las matemáticas y de la geometría griegas, y la filosofía griega en general empieza como una meditación sobre cualidades universales como la geometría y la armonía. Pero la filosofía griega se habría mantenido inexpugnablemente abstracta, y la civilización griega habría sido tan abortiva como las civilizaciones de Mesopotamia y Egipto, si no hubiera entrado un nuevo elemento en su composición, un elemento que nunca ha dejado de inspirar a la humanidad. Llamamos a este elemento “humanismo”, que es la idealización del hombre mismo, y esto, de nuevo, se logró primero en el arte y por el arte.

Podemos observar mejor el proceso, como he dicho ya, en la escultura, pero se halla también claramente indicado en el desarrollo de la pintura de vasijas, de modo que continuaremos por el momento hablando de este arte. El período geométrico fue seguido por el período conocido como proto-ático, en el que empiezan a aparecer cambios definidos de estilos. Nada mejor que citar la descripción que Beazley hace del proceso:

"En una multitud de vasijas puede observarse cómo las figuras geométricas van redondeándose gradualmente, hasta que desaparece el aspecto angular. Ésta es parte de la transformación que ocurrió en el arte griego, hasta cierto grado bajo la influencia de modelos orientales, a fines del siglo VIII y en la primera mitad del VII a.C. Aparecen animales salvajes, especialmente el león, la pantera y la esfinge; y plantas, verticales o en franjas. Las figuras humanas aumentan de tamaño y se hacen más substanciales, sus actitudes más firmes, sus movimientos más audaces, sus proporciones más justas; y después el mito -las leyendas de los dioses y los héroes- se convierte en uno de los temas favoritos del artista en piezas escogidas. El estilo es ambicioso, libre y, especialmente en Ática, tiene una alegría y un vigor infantiles. Algunas veces incluso parece percibirse el asombrado deleite del artista ingenuo que nunca había dibujado un hombre."

Tenemos que distinguir ahora dos desarrollos claros aunque con frecuencia paralelos; un expresionismo instintivo y un idealismo ascendente, que no pueden combinarse, porque uno es una exteriorización y el otro una interiorización del sentimiento; uno es la forma dictada por el sentimiento, el otro una contención del sentimiento en forma armónica.

Ciertas artes se prestan a la expresión inmediata del sentimiento porque son intrínsecamente fluidas; no hay ningún obstáculo material y por ello mismo nada frena el impulsivo acto de expresión. La pintura y el dibujo, todas las formas del arte gráfico, tienen esta característica. Otras artes, tales como la escultura y la arquitectura, animan o inducen a la deliberación, porque, por la naturaleza de las herramientas y los materiales, requieren esfuerzo muscular, cálculo, atención dividida hacia las distintas etapas de la ejecución.

La alfarería, tanto en el proceso de moldear como en el proceso de aplicar o grabar el ornamento decorativo, es un arte rápido, instintivo. En especial la pintura de la alfarería, porque el cuerpo de barro, o la capa que lo cubre para dar un fondo a la pintura, es generalmente absorbente, y es imposible corregir la primera pincelada instintiva. Si por un momento suponemos que, entre los siglos X y VI a. C., existió un deseo de proyectar imágenes perceptivas en toda su realidad, entonces en este arte de la pintura sobre cerámica las mismas limitaciones técnicas impuestas al artista habrían exigido rápidos movimientos instintivos; y, por las leyes de la mimesis o empatía, se habría establecido una correspondencia simpática entre la acción del pintor y la acción de, digamos, el animal que quería representar. Se puede ver, por ejemplo, en la crátera perteneciente al conde de Elgin que se halla en Broomhall, cómo el centauro de la parte superior de la vasija y los caballos que se hallan abajo están hechos con unas cuantas pinceladas rápidas trazadas por un pincel bien cargado, y cómo esta economía de medios conduce a un énfasis instintivo en líneas de energía vital. Ahora bien, éste es el proceso estético que llamamos característico de los dibujos de la Edad de Piedra, y en realidad, los animales de estas vasijas griegas primitivas, por muy refinados que puedan ser, no son esencialmente diferentes en estilo de los animales del período paleolítico. Podrían incluso compararse -por mucho escándalo que provoque a las autoridades clásicas- con los dibujos de animales de los bosquimanos.

La figura humana es representada también con la misma vitalidad expresiva. Podemos tomar como ejemplo la figura de una escena de despedida pintada por un artista cuyo nombre conocemos, Lydos, a mediados del siglo VI. La boca abierta y los brazos levantados son gestos convencionales, y el dibujo de Lydos es estilizado. Sin embargo, hay “pasión y realidad” en la figura, así como, para tomar un ejemplo muy diferente, hay serenidad, e igualmente realidad, en la cabeza de una muchacha de un ánfora de las postrimerías del siglo VII que se encuentra en Munich, un dibujo que nos lleva al arte del retrato del Renacimiento italiano. El expresionismo no es necesariamente una cuestión de sentimiento violento, como nos harían suponer los ejemplos modernos.

Si volvemos ahora a la escultura encontramos un desarrollo que, creo yo, es intrínsecamente diferente y mucho más significativo para la historia de la cultura griega. No deseo subestimar el valor de la contribución hecha a esa cultura por el arte de la pintura de vasijas, o de la pintura griega en general. Podemos convenir con el profesor Beazley en que “antes de finalizar el siglo VII a.C., la fugaz multiplicidad del mundo visible había sido condensada en unas cuantas formas cristalinas, bien medidas, adecuadas para expresar las principales actividades y actitudes del hombre y la bestia: el pararse, el caminar, el correr, el sentarse, el recostarse, el galopar, el embestir, el retozar”. Podemos convenir también en que “este pequeño mundo de formas es un núcleo capaz de ampliarse y transformarse; es la base sobre la cual se erigió el arte del siglo V y a través de él todo el arte occidental”. Pero estas actividades y actitudes, en su sentido inmediato y vital, habían sido, si no establecidas, en todo caso enunciadas en sus elementos esenciales por los artistas paleolíticos. La distintiva contribución griega fue un desarrollo del arte neolítico, y consistió esencialmente en una aplicación de los principios abstractos de la simetría y de la proporción armónica a la figura humana.

Beazley admite que “en la creación de tipos, o más bien de formas modelo, Atenas no tomó la iniciativa; el Corinto del siglo VII jugó un papel más importante”. Nos llevaría muy lejos de nuestro tema la discusión de las diferencias estilísticas de la pintura de vasijas en Ática y Corinto. La creación de tipos o “formas modelo” puede estudiarse más fácilmente en la escultura griega, que pasaré a tratar ahora.

Si tomamos, como punto de partida, las figuras cicládicas de la Edad de Bronce, encontramos una geometrización que corresponde en estilo a la de la pintura contemporánea de vasijas. Por ejemplo un detalle de la gran crátera corintia del Museo Nacional de Atenas muestra a la figura humana representada por una forma abstracta muy semejante al violín. Pero la figura humana se encuentra en casi la misma forma en dos figuras de mármol de la Edad de Bronce, que se hallan en el museo del Louvre. La presentación de la figura humana desde este punto de vista frontal es rara en la pintura de vasijas, y estaba destinada a desaparecer muy pronto hasta ser revivida en el último “estilo libre” de la segunda mitad del siglo V. Para los propósitos expresionistas del pintor, la vista de perfil de la figura humana es siempre la más adecuada, lo que es una observación que podemos confirmar en la caricatura moderna que generalmente presenta a sus víctimas de perfil. Pero en la escultura todo el interés fue puesto desde un principio en la vista frontal de la figura humana, con resultados que posteriormente destruyeron la integridad estética de la escultura como arte. Pero fue sólo abordando la figura humana de este modo frontal como el artista pudo aplicar a la configuración de su forma plástica los principios de simetría y proporción armónica que en esa nueva etapa, después de siglos de refinamiento geométrico, obsesionaron su sensibilidad.

La transición de una abstracción casi completamente geométrica de la figura humana a un esquema convencional fue indudablemente gradual, pero ya en la Edad de Bronce la articulación había llegado a ser más precisa, al mismo tiempo con precisión geométrica y con precisión anatómica. Pasamos a través de los ídolos cicládicos, que podrían describirse como una orquestación de motivos triangulares a formas más redondeadas que, aunque esculpidas en mármol, parecen estar influidas por técnicas del modelado en barro. Luego, en la segunda mitad del siglo VII, llegamos a la primera formulación de la figura humana idealizada que habría de convertirse, en etapas que pueden ahora determinarse con bastante precisión, en el ideal clásico concebido por los grandes escultores del siglo V.

En este libro no tomo en cuenta ni las influencias económicas ni las raciales. Se acepta generalmente que, hacia fines del siglo VIII o a principios del VII, se dejaron sentir las influencias orientalizantes por todo el Mediterráneo oriental, y que el efecto de estas influencias puede haber aparecido primero en una isla como Creta más que en el territorio ático. Una figura de bronce de alrededor de 640-630 a. C., hallada en Delfos, es atribuida por los arqueólogos con mucha seguridad a Creta. Pero ya anticipa las características esenciales del Cleobis, también de Delfos, y del jinete Rampin del Acrópolis.

Estas figuras, y otras de su tipo, han sido frecuente y a menudo brillantemente descritas. Desde Winckelmann, pasando por Goethe y Lessing, Ruskin y Pater, hasta llegar a los escritores modernos como Beazley y Humfry Payne, se ha acumulado una elocuente literatura dedicada al elogio y exposición de la escultura clásica griega. No me propongo añadir nada en lo que se refiere a apreciación; sólo quisiera señalar que, hasta que llegamos a nuestra propia época, la mayor parte de estas apreciaciones cometen la falacia psicológica de una interpretación retrospectiva. Es decir, se trata de entender la escultura del siglo VII con concepciones intelectuales derivadas, si no de la filosofía humanista del Renacimiento, en todo caso de una forma de idealismo griego que es de desarrollo posterior a la escultura en cuestión. El escultor del siglo VII no había formulado aún su idealismo; ni lo había sido formulado por los filósofos contemporáneos. El artista estaba tratando de abrirse paso hacia una síntesis de dos clases de sensibilidad: la sensibilidad para la imagen vital de un hombre y la sensibilidad para los elementos abstractos de una armonía geométrica. Sólo cuando se hubo llegado a esta síntesis se pudo concebir una filosofía del ideal humano, la filosofía a la que llamamos humanismo.

Si comparamos figuras de la Edad de Bronce con el Cleobis de Delfos, podemos notar ciertas analogías y ciertas diferencias. Las analogías son formales o geométricas: la misma posición frontal, la misma exacta geometría, un énfasis lineal todavía evidente. Pero la geometría se halla latente, es una estructura de sostén más que una abstracción simbólica, alrededor de la cual se elabora un rítmico contrapunto de significación orgánica. Una vez más parecemos percibir “el asombrado deleite del ingenuo artista” que, en este caso, no había esculpido nunca un hombre. La transición de la escultura de fines de siglo VII al maduro estilo clásico del siglo V fue un naturalismo cada vez mayor, pero a la cualidad de ese estilo maduro no se la llama “realismo”, sino “idealismo”, y esta cualidad fue el logro original del arte griego. ¿Cómo se llegó a ella exactamente?

Hegel contestó en su Estética a esa pregunta con gran detalle; pero, no por primera vez en la historia, es necesario poner a Hegel al revés. Su discusión del tema es una racionalización de la actitud que había prevalecido en Alemania desde tiempos de Winckelmann. La escultura, dice Hegel -y, desde luego, se refiere específicamente a la escultura griega- “la escultura... concibe el sorprendente proyecto de hacer que el Espíritu se imagine a sí mismo en un medio exclusivamente material”. 

Esta personificación de la escultura es un poco difícil de aceptar, pero cuando menos tiene el mérito de situar el poder motivante dentro del arte, y de no hacer del arte meramente el instrumento de una fuerza moral estética externa. La función de la escultura, continúa Hegel, “es presentar lo Divino simplemente en su calma y sublimidad infinitas, eterno, inmóvil, sin personalidad subjetiva en sentido estricto y sin el conflicto de acción o situación”. Define lo Divino como el “imperturbado y no particularizado ser del Espíritu” y lo contrasta con “el proceso de diversidad en la existencia contingente, un mundo que se desgarra, que se deshace en complejas formas o en variado movimiento”. Siendo ésta la función de la escultura, el artista debería, por así decirlo, hacer del cuerpo la mejor morada del Espíritu. Pero en tal caso debería distinguir entre su propia subjetividad como tal, que es el Espíritu como conciencia de sí mismo, y el “contenido verdaderamente objetivo del Espíritu”, que es algo determinado, estable y universal. 

 El escultor, dice Hegel, toma el cuerpo humano tal como lo encuentra en su experiencia sensible, y luego empieza a construir verdaderos individuos, que concibe... como esencialmente completos y encerrados dentro de su presencia espiritual objetiva, en reposo autosubsistente, liberadas así de todo antagonismo contra objetos externos. En el presentimiento de una individualidad de este carácter por la escultura, lo que es verdaderamente sustancial es siempre el fundamento esencial, y no debe permitirse de ninguna manera que predomine ni el puramente subjetivo autoconocimiento y la emoción, ni una singularidad superficial y mutable, sino que lo que es eterno en lo divino y en nuestra humanidad debe, despojado de todo capricho y de la contingencia del ser particular ponerse ante nuestros ojos en su inalterable claridad.

Lo que Hegel dice en su jerga metafísica es que los elementos que dan a la criatura viviente su vitalidad deben conciliarse con los elementos ideales de la simetría y la proporción armónica. Usa una de esas expresivas frases alemanas que encierran todo en unas cuantas palabras: die schöne ferie Notwendigkeit, la necesidad que es a la vez bella y libre: la libertad de la vida reconciliada con las leyes objetivas de la belleza. Luego pasa a describir “el punto crítico de transición”, que es el punto al que hemos llegado en esta discusión, “donde el arte bello despierta de su sueño... donde al fin el artista es creador en virtud de su propia concepción libre, donde la llamarada del genio aparece en el material presentado y da frescura y vitalidad al presentimiento”. Entonces, dice Hegel, la obra de arte se halla penetrada por primera vez por una nota de espiritualidad (ein geistiger Ton).

Hegel sólo llega a esta descripción esencialmente verdadera de la nueva dimensión de la conciencia que apareció con la escultura griega haciendo una hipóstasis de la escultura misma, como si el arte fuera una fuerza motivante, una voluntad consciente que tratara siempre de conciliar lo particular con lo universal, la multiplicidad con la unidad, la libertad con la necesidad. Su sistema filosófico exigía una unión constantemente progresiva y cada vez mayor del Hombre con el Espíritu, de la Realidad con el Ideal; y por lo tanto concibió este desarrollo decisivo de la escultura griega como una síntesis de dos fuerzas, una sensorial, la otra metafísica. Es verdad que tuvo lugar una síntesis dialéctica, pero en mi concepción del proceso tanto la tesis como la antítesis fueron sensoriales, una la aprehensión de la forma vital, la otra la aprehensión estética de la belleza formal. La síntesis fue este producto único al que llamamos la escultura clásica.

Se ven los dos elementos lado a lado, como tesis y antítesis, cuando la forma sensorial y vital de un miembro humano se opone a una geometrización de los pliegues de una vestidura. Nuestros dos principios estéticos de vitalidad y belleza pueden verse, patéticamente aislados, uno junto a otro. Habrían de fundirse en el arte maduro del siglo V, y en ninguna parte con mayor perfección que en las figuras monumentales del friso del Partenón.

El arte de la escultura descansa aquí en su centro fijo, perfectamente equilibrado entre la vitalidad y la armonía. Ese equilibrio perfecto se mantendría por sólo dos o tres décadas, los años maduros de Fidias y Praxíteles; después la vida fluye lentamente de los miembros y el sentido de armonía se pierde en virtuosismo. Pero la decadencia de la escultura griega no es nuestro tema. La conciencia humana había alcanzado una nueva dimensión, un descubrimiento de la armonía perfecta del Ser y la Idea. El hombre no perdió nunca totalmente esa conciencia: pasó a la poesía y la filosofía griegas, y cuando siglos más tarde la sensibilidad humana descubrió una vez más la belleza de la síntesis griega, hubo artistas como Donatello y Piero della Francesca preparados para una nueva representación de ella. Pero ése fue un nuevo nacimiento, un Renacimiento; la ampliación original de la conciencia humana se había realizado en Grecia dos mil años antes.

A todo este desarrollo histórico podría llamársele armonización de la imagen vital, y el resultado del proceso fue una conciencia del reino de la esencia, nueva completamente en la experiencia humana. Pero cuando la filosofía griega descubrió este reino de la esencia, se presentó una apoteosis. Las cualidades ideales como tales, de acuerdo con nuestra presente hipótesis, habían sido empíricamente descubiertas en el curso de una geometrización gradual de la percepción; la geometría fue una abstracción de la naturaleza, y las cualidades ideales, las armonías de la forma y la configuración, fueron deducciones de la geometría. 

 Estos procesos de geometrización y deducción se olvidaron entonces; no habían sido nunca objetivos teleológicos conscientes, sino impulsos engendrados por una angustia, o por presión económica. Pero cuando los primeros filósofos griegos, particularmente los pitagóricos, empezaron a meditar sobre las formas y proporciones armónicas, consideraron estas cualidades como entidades de origen divino, como cualidades divinas para las cuales debían inventarse signos y símbolos. Estos filósofos dieron definición verbal a los elementos, tales como la línea, el ángulo, el círculo, que habían sido descubiertos empíricamente por el artista. Se llevó a cabo un proceso de conceptualización; la cualidad de una línea recta se convirtió en rectitud, y la identidad percibida de formas y de divisiones agradables de líneas se convirtió en simetría o armonía. Los intervalos de medida fueron identificados con los intervalos de tiempo, y así se hizo posible una ciencia cada vez más compleja, a la que ahora llamamos matemáticas.

Ese sistema de armonía, originalmente derivado, como hemos visto, de la geometrización gradual de motivos naturales, fue aplicado entonces, por una paradoja que es uno de los acontecimientos más sorprendentes en la historia de la cultura humana, a los fenómenos naturales de los que originalmente se había derivado. Primero apareció una etapa de empatía vital, de mimesis; formas vegetales y animales fueron usadas como motivos decorativos en toda su vitalidad natural. Luego estas formas se estilizaron más y más, finalmente se geometrizaron, y entonces, y sólo entonces, penetraron en la conciencia humana como abstracciones. Se vieron las líneas como líneas, mensurables, relacionadas una con otra en proporciones agradables a la sensación; propiedades semejantes se percibieron en ángulos y curvas, en rectángulos y círculos, y toda una ciencia de relaciones armónicas fue establecida por los primeros filósofos griegos. Pero entonces, cuando se llegó a la armonía como tal, fue redescubierta en la naturaleza, en los movimientos de los planetas, en las formas de las flores y de las plantas, en el hombre mismo. Ésta fue la base del naturalismo griego, de la idealización de la naturaleza como ilustración de las leyes matemáticas divinas.

Se llegó a la etapa final de divorciar todo este sistema de armonía del mundo de la experiencia sensible y dársele una existencia a priori en otro mundo: un mundo de esencias. Pero los griegos sabían instintivamente que su contacto con este reino celestial no debía perder nunca su base sensible y la filosofía se convirtió en una exhortación a los hombres para copiar los modelos de ese mundo de esencias divinas. Esto sólo podían hacerlo por la experiencia sensible directa, vislumbrando, por así decirlo, los Campos Elíseos en toda su realidad y belleza.

La naturaleza sensible de esta concepción se halla ilustrada en el mito del alma según lo refiere Platón en el Fedro. El alma, según este mito, tiene una doble naturaleza, es en parte humana y en parte divina. Tiene dos alas y está en perpetuo movimiento; es, por tanto, inmortal. Las alas, empero, pueden caerse, y entonces el alma desciende a la tierra y se hace mortal. Pero conserva una memoria, más o menos vaga, del mundo de las esencias divinas y trata constantemente de hacerse de plumas, de extender sus alas y de volar al cielo para renovar su sustento.

La descripción que Platón hace del cielo, hasta donde es concreta, es geométrica. Hay círculos y revoluciones, conductores y carrozas numeradas tiradas por pares simétricos de caballos. El más alto reino de la esencia es la belleza, la única “a la que es dado el privilegio de ser a la vez la más conspicua y la más encantadora”. Esta belleza, dice Platón, ha de captarse por medio de la vista, “ya que la vista es el más penetrante de todos nuestros sentidos corporales”.

Los que de este modo han tenido la visión de la belleza celestial se han hecho sensibles a la belleza terrestre. Platón hace una descripción del proceso, que detalla fisiológicamente.

"Quien contemple en cualquier rostro o forma de visos divinos una copia de gran y original belleza siente, antes que todo, un tembloroso calosfrío... a medida que continúa contemplando se encuentra inspirado por un azoro reverente... Y, en punto de tal visión, apoderase de él, cual ataque de escalofrío, trasudores y calor desacostumbrados, porque, entrándosele por los ojos los efluvios de la Belleza, se caldeó, que por tales efluvios se reanima la naturaleza de las alas; y, caldeado, espónjase los gérmenes, que, endurecidos y encerrados, no pudieron antes germinar; bajo la afluencia del alimento hinchase y pónese a crecer el cañón del ala desde la raíz hasta la forma entera del alma, puesto que, en otro tiempo, toda ella fue alas." 

Platón añade, con un giro final de realismo, que ésta es exactamente la misma sensación que experimentan “los que están echando los dientes”, una sensación de comezón y dolor en las encías.

El mito continúa con detalles igualmente vívidos, pero he citado ya lo suficiente para aclarar mi punto, que es que la fusión de lo vital con lo bello fue concebida por Platón como una experiencia somática o sensorial, y que en el proceso el marco vital se halló afectado físicamente. La belleza, como dice Platón, es “el único médico para los más amargos dolores del alma”.
La teoría del arte de Platón se ha prestado a muchos equívocos y falsas interpretaciones. No puedo entrar en el asunto ahora, pero creo que no hay duda alguna de que Platón creía que la visión de la belleza que, como hemos visto, concibió como una experiencia sensible, podía captarse sólo por mediación del arte, más particularmente por la práctica de las diferentes artes o la participación activa en ellas. La obra de arte es la encarnación sensible de las formas ideales, de la belleza y de su aspecto esencial de armonía; y sólo porque es sensible, vital, es atractiva. Invita a lo que bien podría llamarse “la participación mística”, y en ese estado de identificación psíquica, las fuerzas vitales de la vida, mezclándose libremente con las formas ideales de la belleza, reciben la impresión de estas formas. Tal es la experiencia revitalizadora a la que en la comunidad ideal todo ciudadano debe aspirar, y toda nuestra educación y leyes deberían idearse en forma tal que hicieran posible esa clase de experiencia. Ésta sigue siendo una filosofía política posible, aunque no de un tipo que atraiga a los políticos modernos.

Las limitaciones del idealismo en el arte fueron descubiertas por los griegos mismos. Se encontró, por ejemplo, que una aplicación estricta de las leyes de la proporción en la arquitectura producía una muerte total. Por ellos se hicieron correcciones para producir una satisfacción visual: curvas y protuberancias introducidas en los elementos horizontales y verticales, irregularidades en el espaciamiento de las columnas. Pero si era comparativamente sencillo corregir la arquitectura de este modo, tal vez por un proceso de prueba y error, quizá por cálculos matemáticos, no era fácil aplicar la misma clase de correcciones a la escultura y la pintura. 

 La arquitectura era, esencialmente, un arte geométrico, no mimético; los cálculos permanecían en un contexto puramente intelectual. Pero cambiar las proporciones ideales del cuerpo humano, o las proporciones ideales de cualquier objeto natural, fue o una pretensión colosal -una interferencia con la ley divina, por así decirlo- o un acto arbitrario, un despliegue de obstinación subjetiva. El arte helenístico, el arte que es tan patentemente decadente en comparación con el arte del siglo V y los anteriores, es o un arte que ha perdido toda vitalidad y reproduce mecánicamente tipos estereotipados siguiendo normas académicas, con variaciones que son meros refinamientos, o un arte de caricatura, un arte manierista que busca producir un efecto de vitalidad por la exageración. El centro fijo se ha perdido, el punto de equilibrio donde una vitalidad interna responde y corresponde a una medida externa se ha desvanecido.

Explicar las causas de esa decadencia sería exponer una filosofía de la historia. Hegel, que tenía una filosofía de la historia, creía que el arte tenía que ser superado y descartado, porque la mente humana se había desarrollado más allá de esta forma concreta de conocimiento, y podía por lo tanto hallar satisfacción sólo en las formas abstractas del pensamiento, en “formas, leyes, deberes, derechos y máximas universales”. Hegel veía una contradicción inevitable entre la base sensorial del arte, sus “caprichos sin ley”, y la base conceptual de la filosofía, o la “cultura reflexiva” como él la llamaba. Su diagnóstico era correcto. Si la verdadera función del arte es “hacer cobrar conciencia de los más altos intereses del espíritu”, el arte está condenado a desaparecer. Pero quizá es posible creer todavía que una cultura sensorial sería preferible a una reflexiva, y que lo que ha efectuado la filosofía moderna, y también la filosofía griega posterior, es una cierta corrupción de las conciencias que es la verdadera explicación de la decadencia social.







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