Fidias

Elie Fauré

I.- La síntesis ática

La escultura filosófica nace de la libertad y muere a causa de ella. En Asiria, el esclavo pudo describir con fuerza lo que se le permitía mirar. En Egipto, pudo dar de la forma, una definición , precisa como la disciplina que lo doblega, matizada y emocionante como la fe que lo sostiene. Sólo el hombre libre es capaz de animar la ley, prestar a su ciencia la vida de su propia emoción y hallar en su espíritu la cumbre de la ola continua que lo une a la totalidad de las cosas, hasta el día en que esa misma ciencia llegue a matar su emoción.

El artista, en general, se espanta de las palabras, cuando no se convierte en víctima de ellas. Está en lo cierto al guardarse de escuchar y sobre todo, al no dejarse guiar por el filósofo profesional. Sin embargo, se equivoca cuando teme pasar por un filósofo. Si bien no tenemos derecho a olvidar que Fidias seguía las exhortaciones de Anaxágoras, reconocemos que hubiese podido, sin inconvenientes, ignorar la metafísica. Miraba a la vida con sencillez. Pero lo que supo ver en ella desarrolló en él una comprensión tan clara de las relaciones que constituyen, para el artista, la unidad y la continuidad que los espíritus generalizadores pudieron sin dificultad extraer de su obra los elementos del método, que dieron origen al mundo moderno. Fidias, sin que ellos lo supieran, sin duda, formó a Sócrates (no se debe olvidar que Sócrates fue también escultor) y a Platón, materializando para ellos, en el más claro, más verídico y más humano de los lenguajes, las misteriosas relaciones que dan vida a las ideas.

Con el Auriga y las estatuas de Egina, se ve nacer, a principios del siglo V, vacilante aún y asombrado ante la luz, el espíritu filosófico. La ciencia escultórica, que no tiene necesidad de copiar la forma, puesto que le basta con establecer los planos que nos revelan su ley de estructura profunda y sus condiciones de equilibrio, está constituida. El Auriga es recto como un tronco de árbol, labrado en su interior y definido en todos sus perfiles. Es un verdadero teorema en bronce. No obstante, por los pliegues de su rígida vestimenta, por sus estrechos y desnudos pies, firmemente asentados en el suelo, por su brazo nervioso, sus dedos abiertos, sus hombros musculosos, su ancho cuello, sus ojos inmóviles y su cráneo redondo, circula lentamente una onda que, con sacudidas ligeramente bruscas, intenta hacer pasar de un plano a otro, las fuerzas de vida solidarias que los determinaron. Las mismas implacables superficies, las mismas duras transiciones, en los guerreros de Egina, aunque hay en ellas algo más: ese abstracto camino que lleva, a través del vacío, de una figura a otra para hacerlas constituir un solo conjunto, tímido aún sin ligereza y en cierto modo, mecánico, pero en el cual el sentido de las relaciones se despierta irresistible, como una flor media cerrada que quisiera abrirse.

Todo se corresponde. La evolución plástica y la evolución moral se elevan en una misma ola certera. Antenor ha levantado ya a los tiranicidas en el Agora. Los mitos simbólicos adornan a su alrededor los frisos de los templos y las grandes guerras nacionales mezclan ya, en los frontones de Egina, a las divinidades y a los soldados. El atleta va a convertirse en hombre y el hombre en dios, mientras los artistas, tras haber creado al dios, hallan en él los elementos de una nueva humanidad. Polícleto y Mirón han extraído ya de la forma del luchador, del corredor, del auriga y del lanzador de disco, la idea de esas armoniosas proporciones que habrán de definir el cuerpo masculino, el más adecuado a su función de fuerza, de destreza, de agilidad, de gracia nerviosa y de serenidad moral reunidas. El dórico Policleto expresa la ruda y contenida potencia, la armonía viril en el reposo. Mirón el ateniense, la viril armonía en movimiento, el vigor de los planos musculares distendidos en un vibrante silencio, cuando los tendones contraídos ponen de relieve las aristas de los huesos y los surcos, en cuyo fondo descansan los nervios y las arterias, creados para difundir la energía, se hunden al realizar el esfuerzo entre las estiradas aponeurosis. El uno establece la arquitectura profunda del cuerpo humano, su fuerza de columna desnuda, su aparente simetría, que el gesto y el modelado apenas aciertan a romper, para entronizar el teorema en la sensación. El otro encuentra el teorema en el corazón mismo de la sensación, allí donde el arabesco viviente, retorciendo todos sus volúmenes y estremeciéndose en todas sus superficies, penetra en la abstracción geométrica. El primero describe al hombre en su forma estable, mediante su perpendicular estructura, los haces carnosos de los brazos y de las piernas, cuyas rigurosas ondulaciones señalan o enmascaran el esqueleto, su vientre estrecho, su pecho amplio y sonoro, el círculo de las clavículas y los omoplatos que sostienen la columna del cuello, la cabeza redonda de libre mirada, que lo prolonga ininterrumpidamente. El segundo lo describe en movimiento. Y para infundir al mármol los destellos de una vida superior y un sentido heroico a esa forma y a ese movimiento, Fidias no tendrá más que hacer penetrar la estática de Policleto y la dinámica de Mirón en las masas más redondeadas, más plenas, definidas por planos más amplios y más impregnados de luz. En unos cuantos años, rápidos como la fantasía humana, madura el antropomorfismo.

II.- El arte filosófico


¡Cosa admirable! Incluso por boca de sus poetas cómicos, habituados, por otra parte, a las grandes obras y nutridos con los mitos del pasado, se proponía esta raza proclamar su fe. Debe leerse, en La Paz, la palabra conmovedora, el verbo religioso de Aristófanes: “El destierro de Fidias provocó la guerra. Pericles, temiendo igual suerte y desconfiando del malvado carácter de los atenienses, persiguió la paz... ¡Por Apolo, ignoraba que Fidias fuese pariente de esa diosa...! Ahora comprendo por qué es tan bella...” Todo el idealismo antropomórfico se encuentra resumido en estas frases. El griego hace sus dioses a imagen y semejanza del hombre y el dios es tanto más hermoso cuanto más alto sube el hombre impulsado por el espíritu.

En esa tierra sencilla y por medio de esa raza fuerte, el naturalismo religioso debía desembocar en la más lírica divinización de las leyes morales y naturales. Nace el poeta, y el símbolo impone a estas divinizaciones rostros resplandecientes. En el fondo, lo que el griego adora en su plenitud y en su libertad es el acorde del espíritu con la ley. A pesar de cuanto se ha dicho, el antropomorfismo es la única religión que la ciencia ha dejado intacta, ya que la ciencia es la ley de los aspectos de la vida, obtenida por el hombre, y sólo por él. Nuestra concepción del mundo es la única prueba que podemos dar de su existencia y de la nuestra.

Las leyes personificadas, los dioses transformados por la muchedumbre en seres reales, no son los tiranos, ni siquiera los creadores de los hombres. Son otros hombres, más adornados en la virtud, pero también más extensos en el desorden. Poseen los defectos y los impulsos de los hombres, poseen su sabiduría y su belleza, aunque fuerzas fatales. Son el ideal humano contrariado por las pasiones humanas, son las leyes que, a través de la resistencia del egoísmo y de los elementos naturales, hemos de extraer del mundo y obedecer. Hércules combate contra el accidente, los cual retarda y obstaculiza nuestro camino hacia el orden. Se interna en los bosques para matar a golpes a los leones, deseca las marismas, degüella a los hombres perversos y domestica a los toros. Sus brazos velludos, sus rodillas, su pecho, sangran en su lucha contra las rocas. Protege a la infancia de la voluntad organizadora contra la adulta brutalidad de las cosas. A su amparo, Prometeo parte a la conquista del rayo, es decir, del espíritu. El griego rechaza al dios de las terribles extensiones, que mata el alma y la carne por la mano de su sacerdote. Por tanto, le arrancará el fuego. El dios le clava al dolor. Mas él gritará su rebeldía y su fe, hasta que Hércules acuda para romper sus ligaduras. A fuerza de desearlo, el hombre creará su propia libertad.

Así, del hombre al dios, de lo real a lo ideal, de las adaptaciones adquiridas a las adaptaciones deseadas, el héroe traza la ruta. El espíritu humano, en un espléndido esfuerzo, puede alcanzar la ley divina. El politeísmo organiza el panteísmo primitivo y, con una admirable audacia, extrae su espíritu, sin sospechar que esa llama, que Prometeo retuvo un momento entre sus manos, consumirá al mundo al querer aislarse de él. La sensación de infinitud espiritual que encausa el arte egipcio, la infinitud material del arte indio, no se halla en ese arte que es la expresión del alma helénica. Mas, en cambio, se encuentra en él un acento de flexible armonía que sólo él posee y que le hace mantenerse en los límites de nuestra inteligencia, sin que ésta pueda, no obstante, captar el comienzo y el fin de la melodía que la arrulla. Todas las formas, todas las fuerzas son profundamente solidarias unas de otras. Pasan la una a la otra por la ley natural, así como el hombre, por la ley moral, accede a lo divino. Cierto que en el inmenso universo, del cual la ciudad es la imagen definitiva, existen antagonismos, acciones y reacciones. Pero todos los conflictos parciales se esfuman y se funden en el orden intelectual que el hombre tiene la misión de constituir. Heráclito acaba de afirmar, con el eterno fluir de las cosas, la identidad de los contrarios y su profundo acuerdo dentro de la euritmia universal.

Esto es, principalmente, lo que han venido a enseñarnos los viejos frontones de Olimpia. Los terremotos los dislocaron, el hombre los rompió y dispersó sus pedazos y los aluviones del Alfeo han lavado su violenta policromía. Tal como son, con sus huecos terribles, a menudo sin cabeza, sin torso, casi siempre sin miembros, sostenidos con grapas de hierro, continúan siendo unos, coherentes, solidarios, igual que se alzaban al pie del Cronio, en el Altis, sobre los bosques poblados de estatuas. En celo, ebrios de vino, los centauros raptan a las doncellas. Puños y codos que golpean, dedos que se tuercen y desatan, uñas que desgarran, cuchillos que matan, grandes cuerpos desplomados bajo el hacha, entre el martilleo de los cascos de los caballos, los llantos, las imprecaciones. Muere el bruto. Pero la fiebre le abrasa las entrañas y el abrazo salvaje se estrecha más aún. Rudeza, ardor de la nueva fe, violencia de los antiguos mitos que hacen revivir los raptos de los bosques primitivos donde todo era amenaza, asalto, terror misterioso. Modelado amplio y agitado, superficies talladas a grandes golpes. No hay más que luchas, deseos, crímenes y muerte. Sin embargo, una serenidad soberana preside la escena. Se diría una mar que rueda y grita, pero que, al mismo tiempo, es una inmensa y tranquila armonía. Y es que la ola es constante. Son las mismas fuerzas quienes la profundizan, la levantan y la hacen volver siempre a caer sin tregua, para volver a levantarla siempre.

El Esquilo dórico que esculpió esta gran obra en el mismo instante en que la fusión del alma apolínea y la embriaguez dionisíaca hacían brotar la tragedia del seno de la música orgiástica, cuya incertidumbre mística era mantenida por un prodigioso equilibrio en la claridad espiritual, sentía estremecerse en sí el instinto de una armonía que sobrepasa los límites del círculo abarcado por su propia mirada. En todas las cosas que ve, resuenan otras. Ecos lejanos nacen para crecer progresivamente y decrecer poco a poco. No hay en la naturaleza un solo movimiento que no se pueda encontrar en todos los movimientos que nos manifiestan su germen y su repercusión. Es un encadenamiento de causas y efectos lógicos, embriagado todavía por su propio descubrimiento. El espíritu del artista lo prolonga sin descanso, para recoger en sí mismo su tumulto y su arrebato. Un segundo más, y Fidias transformará ese encadenamiento en armonías espirituales, que señalarán el desarrollo de la inteligencia en la plenitud del amor.
III.- El equilibrio

Con él, el modelado deja de ser una ciencia. No es todavía un oficio. Es un pensamiento vivo. Los volúmenes, los movimientos, el oleaje que comienza en un ángulo del frontón y termina en el opuesto, todo obedece a fuerzas interiores, para revelarnos su sentido. La onda de vida recorre los miembros, los llena por completo, los redondea o los alarga, modela las aristas de los huesos y abarranca como una llanura los torsos gloriosos, desde el recóndito vientre hasta el duro temblor de las mamas. Gracias a la savia que sube y le hace vibrar, cada fragmento de materia, incluso roto, es por sí solo un todo animado, que participa en la existencia del conjunto, recibe su vida y se la devuelve. Una solidaridad orgánica los une invenciblemente. La vida superior del alma, por primera y única vez en la historia, mezclada y confundida con la vida torrencial de los elementos indiferentes, se alza fuerte y ebria sobre el mundo, en la inmortal juventud de un instante que no puede durar.

De crepúsculo a crepúsculo, los frontones hacen desfilar la vida. La paz desciende sobre ellos con la noche, y la luz aumenta con el día. La vida crece y avanza sin prisa, desde los dos brazos de Foibos que surgen del horizonte, tendidos hacia la cumbre del mundo, hasta la cabeza del caballo cuyo cuerpo se hunde ya en la sombra, en la otra vertiente del cielo. Toda la vida. Sus formas se continúan sin interrupción. Surgen de la tierra como pacíficas vegetaciones. Unen sus ramas y confunden sus frondosidades en el aire en que viven. Solas o entrelazadas, se prolongan como la llanura en que se pierde la colina, el valle que sube hasta la montaña, el río y su estuario que el mar absorbe y el golfo que va de promontorio a promontorio. El hombro ha sido creado para la frente que en él descansa, los brazos para el talle que estrechan. El suelo presta fuerza a la mano que a él se agarra, al brazo que se alza de él como un árbol rugoso y levanta el torso medio caído. Es el espacio sin límites que va a mezclarse con la sangre de los pechos. Si se miran sus ojos, diríase que, en el fondo de sus aguas inmóviles, el espacio se confunde con el espíritu allí venido para descansar y recobrar su vigor. El curso mecánico de los astros, el rumor del mar, el eterno flujo de los gérmenes, la huida inaprehensible del movimiento universal, pasan incesantemente por esas formas profundas para florecer en ellas en inteligentes energías.

¡Momento grande y solemne! El hombre prolonga la naturaleza cuyo ritmo está en su corazón y determina, a cada latido, el flujo y reflujo de su alma. La conciencia explica el instinto y cumple su función superior, que consiste en penetrar en el orden del mundo, para mejor obedecerle. El alma consiente en no abandonar la forma, en ser expresada por ella, en hacer brotar a su contacto la chispa única. El espíritu es como el aroma del sensualismo necesario y los sentidos piden al espíritu la justificación de sus deseos. La razón no debilita todavía al sentimiento, que le infunde, al fundirse con ella, nuevos bríos. El más alto idealismo no olvida jamás los elementos reales de sus generalizaciones y, cuando el artista griego modela una forma directa, ésta resplandece sin esfuerzo de una verdad simbólica.

Es éste el momento en que el arte griego alcanza el instante filosófico. Es un devenir viviente. Idealista en su deseo, vive porque pide a la vida los elementos de sus construcciones ideales. Es la especie en su ley, el hombre y la mujer, el buey y el caballo, la flor y el fruto, el ser descrito exclusivamente por sus cualidades esenciales y hecho para vivir tal como es en el ejercicio superior de su función media. Es, al mismo tiempo, hombre, mujer, buey, caballo, flor y fruto. Toda la raza desea a Venus la grande, inmutable como un absoluto. Venus resume su esperanza y fija su deseo. Y, sin embargo, su cuello henchido, la hermosa madurez de sus senos, los movimientos de su vientre, agitan la fuente de la vida. Presta su resplandor al espacio que la acaricia, que dora su vientre e hincha sus pulmones. El entra en ella y ella se funde en él. Y ella es el inapresable instante en que la eternidad se reúne con la vida universal.

Ese estado de equilibrio, donde todas las potencias vitales parecen suspendidas en la conciencia del hombre, antes de reaparecer multiplicadas en formas definitivas, es el que da tanto vigor a la totalidad del gran arte griego. El anónimo de Olimpia, Fidias y sus discípulos, los arquitectos de la Acrópolis, expresan las mismas relaciones, el mismo universo prodigioso y confuso, reducido a escala humana, la misma razón, superior a los accidentes de la Naturaleza y sometida a sus leyes. Pero el lenguaje de cada uno sigue siendo tan personal como su cuerpo, sus manos, la forma de su frente, el color de sus ojos, toda su sustancia primera, impresa en el mármol con los mismos rasgos que el orden universal, comprendido y exteriorizado. Observad la fe, el impulso casi salvaje del escultor de Olimpia, su frase ruda y amplia. Observad la religiosidad, la energía sostenida y el recogimiento de Fidias, su amplia frase ritmada. Observad, en los frisos del contorno, la discreción de sus discípulos, que no poseen ni su fuerza ni su libertad, pero que son serenos como él porque viven, como él, una hora de certidumbre. El hombre, el animal, el elemento, todo, en suma, se presta a su función. Y el artista siente, en todo su corazón fraternal, en toda su alma abierta, la alegría de ese consenso. Con el mismo espíritu relata la ternura de las mujeres, la fuerza de los hombres y el rumiar de los bueyes. ¡Vida gloriosa como el estío! El hombre ha comprendido el sentido de su movimiento. Se libera y mejora por cuanto le rodea y humaniza cuanto se halla a su alrededor.

Las malas copias romanas de sus últimas obras, las diosas blandengues, los dioses envueltos en túnicas que blandean sus liras, las figuras de escuela y literatura, han calumniado durante largo tiempo al arte griego. Nos hacían creer en un pueblo insulso, que adoptaba actitudes teatrales para desorientar a la posteridad. El heroísmo ficticio ocultaba el heroísmo verdadero y la aspereza y la lozanía de la vida primitiva se desdibujaban detrás de las invenciones de los novelistas alejandrinos. Describíamos el ropaje de las Parcas antes de haber visto sus rodillas, el cálido refugio de su vientre, sus torsos que se levantan con la fuerza y el tumulto de una ola hacia las cabezas ausentes, que se adivinan inclinadas para la confidencia y la amorosa declaración. La anatomía del Teseo y del Iliso nos enmascaraba la vida formidable que los inflama y transmite sus pulsaciones hasta los fragmentos desaparecidos. El friso de las Panateneas nos ha revelado cómo caminan las doncellas cuando portan los fardos, las flores y los ramos, cómo desfilan los jinetes, cuál es la tranquilidad de la fuerza inteligente, dominadora de la fuerza bruta, y cómo los bueyes caminan con idéntico paso hacia el trabajo y hacia el matadero. Habíamos olvidado que eran hombres y mujeres que vivían, sufrían y amaban, y animales que cavaban surcos en la pobre llanura ática y cuya grasa y cuya carne ardían sobre los altares.

Los mármoles mutilados, que llevan el pensamiento griego desde los límites del arcaísmo hasta el umbral de la decadencia, pueden ser vírgenes o luchadores. En uno u otro caso irradian la misma serenidad de la fuerza y la misma dulzura invencible. Verlos tras salir de las mortíferas efigies de Asiria y de las silenciosas estatuas de Egipto, es como volver a un universo lleno de vida, después de haber concordado los instintos primitivos con el mundo del espíritu. La angustia obsesionante, el terror, retroceden en el recuerdo. Se respira profundamente, y uno se encuentra a sí mismo tal como aún no se conocía, pero como deseaba ser. Hemos visto a los atletas erguirse completamente desnudos en plena luz, tan duros como las antiguas creencias, y los rostros juveniles y maravillados surgir de los trajes verdes o azules, como grandes flores en mitad de un prado. Demeter ha abandonado las ruinas de Eleusis para depositar con ternura en el hueco de la mano de Triptolemo, meditabundo, el grano de trigo que habrá de dar a los hombres, a la vez que el pan, la ciencia y la paz. Hemos visto surgir del polvo de Olimpia junto con los brutos enloquecidos, con las vírgenes violadas, que sustraen su hermoso cuerpo al abrazo y oponen la rebeldía de sus brazos macizos al deseo ciego, el pudor divino, el eterno conflicto que compromete o realiza nuestro máximo equilibrio. A ras del suelo, hemos encontrado las huellas de la existencia de los humildes esclavos y de las viejas sirvientas. En el ángulo de los frontones, hemos sentido en nuestras manos el peso de los pechos femeninos, ya trabajados por la vida. Con Hércules el buen, hemos soportado el globo, barrido establos, ahogado monstruos y errado por el mundo para purificar la tierra y nuestro propio corazón. En los frontones del gran templo de la Acrópolis, junto con los torsos rugosos, los miembros tensos, la ola de humanidad que rueda y se apacigua, hemos encontrado, en los salientes de luz y en los huecos de sombra, la imagen de nuestro destino. Las Victorias jadeantes han quedado suspendidas sobre sus alas para dejarnos sorprender, bajo la túnica reveladora, la vacilación de las caderas, de los senos y del vientre al salir de su aurora... Todos estos seres divinizados nos muestran a un tiempo las raíces y el pináculo de nuestro esfuerzo.

IV.- El Templo

Este encuentro entre la vida y los paraísos accesibles, este ideal conseguido en la faz de los templos y en la inteligencia de los héroes, debía florecer, para gloria de los griegos y prueba de la unidad del alma, sobre un terreno político de lucha y de liberación. La democracia no ha triunfado aún por completo y, por lo tanto, no se halla todavía en vías de decadencia. No obstante, Grecia está llevando ya a cabo el esfuerzo del que nacerá esta democracia. La oligarquía, el poder confiado a una casta que simboliza, en el fondo, la revelación aceptada, murieron con los ídolos de madera y los monstruos pintarrajeados de los antiguos templos. La tiranía, la ciencia de gobernar reconocida en un solo ser, cuyo apogeo coincide, en el siglo VI, con la determinación de la ciencia escultórica, queda quebrantada cuando el movimiento de la vida invade la forma arcaica. Las primeras estatuas animadas son las de los asesinos del rey de Atenas, Harmodio y Aristogiton. Las fuerzas abrumadoras que Esquilo depositaba sobre el alma humana como bloques de piedra, se fragmentan con Sófocles, para penetrar unas en otras, influenciarse mutuamente e irradiar sus energías, equilibradas en conciencia y en voluntad. Es entonces cuando Fidias lleva al mármol la flexibilidad de la vida. Y es entonces cuando el hombre se halla maduro para la libertad y cuando aparece la democracia, pasajera expresión política del antagonismo y de la concordancia de las fuerzas en la armonía del cosmos.

A partir de ese instante, en todas las Acrópolis surgen Partenones. El jefe de la democracia los inspira; el pueblo trabaja en ellos, y el último cantero percibe el mismo salario que el arquitecto Ictinos y que el escultor Fidias. En las fiestas de las Panateneas, donde el orden ritual es mal observado por el entusiasmo popular, entre el polvo y el sol, el ruido a veces discordante de las músicas orientales y de los miles de pies desnudos que golpean el suelo, el brillo de los trajes teñidos, de las joyas, de los afeites, y las frutas, la ciudad hace subir hacia ellos su esperanza por medio de las vírgenes, las flores esparcidas, las palmas agitadas y los himnos, su fuerza por los jinetes y su sabiduría por los ancianos. Todo ello en acción de gracias a la divinidad protectora que permitió el encuentro y el acorde del hombre con la ley. El templo resume el alma griega. No es la casa del sacerdote, como lo fue el templo egipcio, ni la casa del pueblo, como lo será la catedral. Es la morada del espíritu, el asilo simbólico en que han de celebrarse las nupcias de los sentidos y la voluntad. Las estatuas, las pinturas, todo el esfuerzo plástico de la inteligencia se emplea en decorarlo. El detalle de su construcción es el lenguaje personal del arquitecto. Su principio es siempre idéntico, sus construcciones siempre semejantes y un mismo espíritu quien lo calcula y lo equilibra siempre. Tan pronto domina en él el genio dórico con la columna austera, sin ornamentos, ancha y corta, como sonríe al genio jónico en la alta columna, esbelta como un surtidor y suavemente dilatada en su cima. A veces, muchachas que caminan, inclinadas unas hacia otras, sostienen sobre su cabeza, como un cesto de frutas, el arquitrabe. A menudo, el templo no tiene columnas sino en uno o dos de sus frentes y hay otras veces en que lo rodean por completo. Pequeño o grande, jamás hace pensar en sus dimensiones. La ley del número, observada por él con tamaña soltura que parece serle innata, cual si brotase del mismo suelo con los fustes de las columnas, deteniendo su vuelo vertical entre el estilobato y el arquitrabe, suspendiéndolos por el frontón en una especie de inmóvil balanceo, lo sitúa sin esfuerzo en la escuela del universo material y espiritual que resume. Se halla en el mismo plano que el golfo puro que redondea a sus pies la curva en la que la ola viene a barrer rítmicamente la arena dorada. En el mismo plano que el promontorio que lo sostiene, lila o morado, según las horas, aunque siempre definido en el espacio por una línea continua, que la estructura de la tierra marca con nitidez. En el mismo plano que el cielo diurno, que inserta la regularidad de su rectángulo en el corto circular de los horizontes marinos. En el mismo plano que el cielo nocturno que gira en torno suyo, según el ritmo musical y monótono que ha revelado al arquitecto el secreto de sus proporciones. En el mismo plano que la ciudad, que realiza, en singular medida, ese perfecto equilibrio que en vano persiguen sus habitantes en el necesario antagonismo de clases y de partidos. Y en el mismo plano, por último, que el alma de los poetas y los pensadores, que buscan en la tragedia y el diálogo el total acuerdo del corazón y de la inteligencia que él alcanza a través del drama de su decoración escultórica, irrevocablemente inscrito en su orden definitivo. Sobre las sencillas Acrópolis, constituye una armonía que corona a otra armonía. Después de veinticinco siglos, se mantiene idéntico a sí mismo. Porque ha conservado sus proporciones, su gesto sostenido, su fuerte asiento sobre las pétreas mesetas que dominan el mar rodeado de doradas colinas. Se diría que los años lo han tratado igual que han tratado a la tierra, despojándolo de sus estatuas y de sus colores, al mismo tiempo que arrastraban hacia el mar las selvas y el humus de los montes y secaban los torrentes. Se diría que lo han abrasado a la vez que han abrasado el esqueleto del suelo, que aparece por doquier bajo la hierba roja, que ochocientas mil jornadas de fuego lo han traspasado para alzarlo en el incendio de los atardeceres a medida que el sol va declinando.

Cuando no se ha vivido en la intimidad de sus ruinas, el templo griego puede parecer rígido como un teorema. Mas en cuanto se nos muestra, dañado o casi intacto, toda nuestra humanidad tiembla. Y es que, desde la base a la cumbre, este teorema ostenta la huella de esa humanidad. Igual que en los frontones, la simetría es sólo aparente, pero el equilibrio reina sobre él y le da vida. Las leyes de la escultura y las de la naturaleza se reúnen en la lógica, la energía y el silencio de los planos, en el estremecimiento de sus superficies. Allí está la línea recta, sólida como la razón, y la espaciosa curva, sosegadora como el sueño. El arquitecto planta sólidamente su edificio gracias a sus formas rectangulares y lo anima por sus curvas disimuladas. El impulso de las columnas el oblicuo. Desbordan ligeramente, como los árboles de una avenida. Una curva insensible redondea el arquitrabe en su remate. Todos estos desvíos imperceptibles, además de las estrías de las columnas -corteza que quebranta la luz, chorrear de sombra y fuego-, animan el templo y le prestan los latidos de un corazón. Sus pilares tienen la fuerza y el temblor de los árboles, sus frontones y sus frisos oscilan como sus ramas. El edificio, oculto tras las cortinas de las columnas, se asemeja a la misteriosa selva que se abre a la vista cuando se han traspasado los límites. El templo de Paestum, completamente negro, parece un animal en marcha.

De este modo, desde el templo viviente hasta los seres eternos que pueblan sus frontones y caminan alrededor de sus frisos, el arte griego es indivisible. La acción del hombre se confunde con su idea. El arte nace en él como la mirada, la voz y el aliento, en una especie de entusiasmo consciente que constituye la verdadera religión. La fe que lo anima posee tal lucidez que no tiene necesidad de gritarla. Puesto que conoce su razón de ser, domina su lirismo. Tiene la certidumbre de la fuerza ordenada, que hace brotar del suelo y de los hombres, como torrentes, las flores y el deseo. Y el Apolo de Olimpia, que surge del frontón con la calma y el empuje del sol cuando aparece por encima del horizonte, representa el espíritu de esta raza, que, por espacio de un segundo, percibió, por encima del caos que nos rodea, el dominio del orden que llevamos en nosotros mismos.

¡Un segundo! Un segundo tan sólo cuyo emplazamiento es imposible de determinar. Un segundo misterioso, que sobrepasa a nuestras medidas, como todos los trabajos humanos cuya parte más importante es debida a la intuición. ¿Quién sabe si estalló en alguna obra perdida o en varias a la vez? Hacia la mitad del siglo V, desde el escultor de Olimpia hasta Fidias, entre la ascensión y la caída, se produjo en toda el alma griega una inmensa oscilación alrededor de este instante incaptable, que pasó por ella sin que lograse detenerlo. Pero lo vivió y hubo uno o dos hombres que acertaron a expresarlo. He aquí el máximo que una humanidad viviente puede pedir a las humanidades muertas. Sin embargo, no es imitándolas como logrará parecerse a ellas. Puede buscar y descubrir en sí misma los elementos de un nuevo equilibrio. Pero una misma modalidad de equilibrio jamás podrá volverse a encontrar.

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