La Necesidad del Arte, Cap. 3 El Arte y el Capitalismo

Ernst Fischer 

La mixtificación

La literatura y el arte del mundo burgués contemporáneo tienden a la mixtificación. La mixtificación significa velar la realidad con el misterio.

Esta tendencia es, por encima de todo, resultado de la alienación. El mundo burgués contemporáneo, industrializado y redificado es tan ajeno a sus habitantes, la realidad social parece tan discutible, su trivialidad ha adquirido proporciones tan gigantescas que los escritores y los artista se ven obligados a agarrarse a todos los medios que parecen adecuados para quebrar la rígida costra de las cosas. El deseo de simplificar esta realidad insoportablemente compleja, de reducirla a sus elementos esenciales, y el deseo de presentar los seres humanos unidos por relaciones humanas elementales y no por relaciones materiales, lleva a la aparición del mito en el arte. La utilización que de los antiguos mitos hacía el clasicismo era puramente formal. En su rebelión contra la “prosaica” sociedad burguesa, el romanticismo recurrió a los mitos como un medio de describir la “pura pasión” y todo lo excesivo, original y exótico. El peligro del método -legítimo en sí mismo- consistía en que oponía un “hombre esencial” y ahistórico al hombre tal como se desarrolló en la sociedad; en que oponía lo “eterno” a lo condicionado por el tiempo.

En el mundo burgués contemporáneo la mixtificación y la mitificación constituyen una manera de huír de las decisiones sociales con buena conciencia. Las condiciones sociales y los fenómenos y conflictos efectivos de nuestra época se transponen a una irrealidad intemporal, a un “estado” eterno, mítico, inmutable. La naturaleza específica del momento histórico se convierte, falsificándola, en idea general de “ser”. El mundo socialmente condicionado se presenta como un mundo cósmicamente incondicionado. De este modo, el outsider no sólo se libra del deber de tomar parte en los procesos sociales sino que se eleva por encima del mundo “común” para entrar en el de los “superiores”, desde el cual puede contemplar con sarcástica superioridad los toscos esfuerzos de sus hermanos “comprometidos”.

En su libro grandilocuente hasta lo absurdo, The Outsider, Colin Wilson llama a sus compañeros artistas a no comprometerse en nada y por nada, a liberarse de la “plaga” de las obligaciones sociales y a dedicarse únicamente a la redención de su propio “yo” existencial. Debe iniciarse una “nueva época antihumanista”, la civilización actual ha tomado demasiados elemento sde la actitud marxista. El libro termina con una especie de profecía: “El individuo empieza este largo esfuerzo como un “outsider”; puede terminarlo como santo.” Günter Blöker, más inteligente que Wilson, saludaría seguramente esta conclusión como un ejemplo de “verdadera conciencia mítica”. En su obra The New Realities, Blöker increpa a los artistas “inmaduros” y “comprometidos” que quieren cambiar las condiciones sociales:

“El hombre que crea que los males de esta tierra tienen su origen en las limitaciones específicas de los individuos y de las instituciones no ha pasado de la etapa de la infancia intelectual. El momento de la madurez es cuando toma conciencia de la defectuosidad innata del mundo, defectuosidad que podemos mitigar pero nunca eliminar del todo.”
Hermann Broch ha dicho que toda la literatura tiende hacia el mito. Pero, ¿qué es el mito? Broch no se cansa de definirlo:

“Mito es la naïveté de lo primitivo, el lenguaje de las primeras palabras, de los símbolos originales qeu cada época debe descubrir de nuevo por sí misma, es la concepción del mundo irracional, directa, la visión original del “primer instante”, es el mundo entero convirtiéndose en imagen indivisible.”

Hoy se ha convertido en una moda internacional escribir artículos y reportajes periodísticos en el “lenguaje de las primeras palabras”, pretendiendo que una rápida ojeada a las obras de Heidegger basta como “visión original del primer instante”. Estas confusas tendencias tienen todas el mismo estribillo, a saber: que lo que importa es el “ser” y no el “hacer”. Gertrude Stein declaró en una conferencia que “... Los acontecimientos ha perdido interés para la gente. Ésta se interesa por la existencia.” El hacer es dinámico, el ser estático. Los que optan por el “ser” y no por el “hacer”, por el mito y no por la mutable realidad social, lo hacen -aunque a menudo inconscientemente- por temor a una revuelta social. “Porque las cosas son lo que son, no serán siempre lo que son” -dijo Brecht. El “ser mítico” se evoca, precisamente, para negar esa verdad.

El romanticismo hizo de la “pasión pura” un culto. Los fabricantes de mitos neorromanticos sólo aceptan como “ser” del hombre lo totalmente irracional -y con ello justifican, aunque no siempre tengan conciencia de ello el dominio de la sinrazón social. El “ser” del hombre -dice Blöker- es como una “vasta reverberación, un antiguo lamento, un balbuceo elemental en el que la esencia humana, literalmente, se hace oír antes de tomar forma”. El lamento, el balbuceo de la mística moderna... ¿no se ha dicho ya todo esto, con una admirable simplicidad?

“Todo tiene tu tiempo y todo cuanto se hace debajo del sol tiene su hora. Hay tiempo de nacer y tiempo de morir, tiempo de plantar y de arrancar lo plantado, tiempo de herir y tiempo de curar, tiempo de destruir y tiempo de edificar, tiempo de llorar y tiempo de reír, tiempo de lamentarse y tiempo de danzar, tiempo de esparcir las piedras y tiempo de amontonarlas, tiempo de abrazarse y tiempo de separarse, tiempo de ganar y tiempo de perder, tiempo de guardar y tiempo de tirar, tiempo de rasgar y tiempo de coser, tiempo de callar y tiempo de hablar, tiempo de amar y tiempo de aborrecer, tiempo de guerra y tiempo de paz”.
O como dice en el libro de Job:

“El hombre nacido de mujer vive corto tiempo y lleno de miserias, brota como una flor y se marchita, huye como sombra y no substituye... Porque para el árbol hay esperanza; cortado reverdece y echa nuevos retoños; aunque haya envejecido su raíz y haya muerto en el suelo su tronco, al sentir el agua rebrota y echa follaje como planta nueva. Pero el hombre, al morir se acabó; al expirar, ¿qué es de él?”
Dicho en el lenguaje articulado, todo esto es el solemne canto del nacimiento y de la muerte, del matar y del curar, del hallar y del perder: todo cuanto puede decirse del “ser” del hombre, de la condición humana, se dice aquí sin pretensiones.

Pero hay algo más que decir sobre la plenitud de la realidad constantemente cambiante. El hombre es algo más que el ciclo eterno del nacimiento y de la muerte, del instinto de reproducción y de la fatiga de la ancianidad: el hombre es un ser que se ha hecho y se está haciendo a sí mismo, imperfecto e incompleto, sin posibilidad de llegar a completarse nunca, un ser que se moldea a sí mismo moldeando el mundo que le rodea. En muchas novelas, obras dramáticas y películas la actividad social del hombre se simplifica al máximo hasta convertir los personajes en simples muñecos de las fuerzas sociales, privadas de contradicciones internas, sin sueños ni penas personales. Están plenamente justificadas cuantas objeciones se hagan a esta manera de presentar los seres humanos como si fueran únicamente seres sociales. Pero la mayoría de los que preconizan el “retorno al mito” no se preocupan por la plenitud de la realidad; al contrario, quieren vaciar la realidad de otra manera. Quieren separar el hombre de la sociedad, reducirlo a una criatura solitaria, aislada, inerme ante la fuerza del destino, esto es, convertirlo en un ser que nunca ha existido.

La inmersión en el “sueño del mundo”, en lo arcaico, en lo elemental y en lo inarticulado es, esencialmente, una manera de refugiarse en la irresponsabilidad. Pero, al mismo tiempo, la reacción contra el naturalismo y la búsqueda de nuevas formas de expresión, dio orígen al método de Kafka, que consiste en transformar aparentemente la realidad social en mito. El mundo tiene una enorme deuda de gratitud con Max Brod por haber salvado los manuscritos de Kafka; pero es indudable que muchos han sido desorientados por su errónea interpretación de las obras kafkianas. Kafka no escribió sobre la angustia del hombre “en el cosmos” o en “el origen de las cosas” sino sobre esta angustia en una situación social particular, inventó una forma maravillosa de sátira fantástica -el sueño mezclado con la realidad- para presentar la rebelión del individuo aislado en lucha desesperada e impotente con los poderes obscuros de un mundo ajeno, del individuo que anhela alguna forma de comunidad, aunque sea la comunidad ambigua de El castillo. Brod interpretó estas imágenes de las condiciones sociales como símbolos de unas pretendidas condiciones “eternas”. Con un puñado de elementos místicos espigados en la obra de Kafka construyó un conjunto místico y presentó los nuevos medios que Kafka había utilizado para describir la vida bajo la monarquía de los Habsburgo -una vida real y fantasmagórica a la vez- como una especie de mensaje cabalístico, como la expresión misteriosamente codificada de experiencias religiosas y místicas. Esta errónea interpretación de Kafka ha hecho mucho daño y ha alentado a numerosos mixtificadores.

El método de Brecht, que consiste en presentar los conflictos sociales en la forma simplificada de parábolas, tiene mucho en común con el de Kafka. Pero estos grandes escritores adoptaron actitudes muy diferentes. La actitud de Kafka era de indecisión. Estaba al lado de los humillados y ofendidos, contra los detentadores del poder. Pero no creía que el pueblo que él defendía pudiese cambiar el mundo. Detrás de cada nueva esperanza que concebía había un nuevo temor, detrás de cada nueva respuesta una nueva pregunta. Brecht tuvo el valor de dar una respuesta. Sus parábolas eran obras didácticas. Su convicción de que el mundo podía cambiarse, de que podía convertirse en un mundo mejor, más racional, era inconmovible. Desde luego, también él sabía que toda respuesta lleva a una nueva pregunta y que en la Tierra nada es definitivo. Pero, al revés de Kafka, la conciencia de esta realidad no le oprimía sino que le alentaba. Kafka, desesperadamente solo, no creía en el progreso; estaba convencido de que las mismas cosas se repetían una y otra vez, eternamente. Brecht creía, en cambio, que podían surgir cosas nuevas, contra toda clase de obstáculos.

Tanto Kafka como Brecht describieron la realidad social en sus parábolas. “Alienaron” esta realidad y así como los mitos antiguos representaban la quintaesencia del pasado histórico, sus obras eran intentos de destilar la esencia del presente histórico. No ocurre así, en cambio, con las obras de aquellos escritores que, desde Camus hasta Beckett, se proponen separar al hombre de la sociedad, destruir su identidad y rodearlo de misterio como agente del “ser eterno” y de las “informes fuerzas originales”.

El hombre es algo más que la simple máscara de un protagonista social. Pero la tendencia a convertirlo en jerogífico, en un drama de misterios cósmicos, a difuminar su rostro social e individual con una niebla arcaica y mística, lleva a la pura nada. El hombre que no pertenece a ninguna sociedad pierde toda identidad, se convierte en un reptil que se arrastra de la nada a la nada. La realidad se hace, de este modo, irreal, y el hombre, inhumano.





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