Dios No Es Un Idolo

Gabriel Marcel 



¿Porqué sentir la necesidad de recordar que Dios no es un ídolo y que la oposición tan incansablemente mantenida en el curso del Viejo Testamento conserva hoy para nosotros todo su valor? Simplemente porque el ateísmo tiende a cercarnos por todos lados y supone justamente el desconocimiento radical de esta oposición.

Desde el umbral de este breve estudio creo mi deber señalar, anticipando sobre lo que seguirá, que el Dios cuya inexistencia el ateo proclama triunfalmente es, en verdad, el ídolo que ha substituido a Dios. Cabrá, es cierto, preguntarse si una parte de responsabilidad no recae tal vez en cierta teología que no es, sin duda, la de los grandes maestros y de los grandes inspiradores, sino la que se enseña con demasiada frecuencia en los seminarios - por lo demás, se halla felizmente en curso un cambio, pero éste no puede efectuarse sino lentamente y sería irrazonable pensar que se puedan saltar etapas.

Como siempre, la etimología es aquí completamente esclarecedora. El eidolón, es el simulacro. Y son en verdad simulacros los que Polieucto, en su furor de neófito, está resuelto a abatir y trizar.

Empero, no es concentrando nuestra atención en los objetos indebidamente venerados como podremos comprender la naturaleza de ese culto aberrante. Sólo una ciencia de la cual Corneille y sus contemporáneos no tenían noción alguna nos permite comprender lo que sucede. Por otra parte, aquí convergen caminos diversos: uno es el de los psicoanalistas y el otro el de los sociólogos. Pero esto sale de nuestro propósito. En desquite, lo que nos importa es ver cómo la veneración idolátrica amenaza siempre contaminar insidiosamente el culto de ese Dios verdadero, al que sus adoradores entienden sin embargo colocar por muy encima de todos los ídolos. Aquí no son, creo, ni los sociólogos ni los psicoanalistas los que pueden iluminarnos; es tarea propia de la reflexión filosófica acerca justamente de lo que debe entenderse por las palabras: el Dios verdadero. Pero inmediatamente surgen dificultades que no deben subestimarse.

Hablar del verdadero Dios oponiéndolo a los falsos dioses es, quiérase o no, tener presente en el espíritu la oposición entre la pieza auténtica -moneda o cuadro- y la pieza falsa, obra de monederos falsos o de falsarios. Por otra parte es manifiesto que el término simulacro que usé antes implica también esta referencia.

Ahora bien, parece que allí donde es de dios de quien se trata, esta oposición presupuesta no es, justamente, admisible. El monedero falso imita la moneda verdadera lo que equivale a decir que ésta le ha sido dada previamente. Pero el idólatra, al menos en principio, no dispone en modo alguno de este dato inicial. No es posible pretender seriamente que él imite - a menos de admitir, lo que parece difícilmente imaginable, que le haya sido concedido originariamente un conocimiento de Dios del que posteriormente se habría desviado. Es ésta, lo sé, una tesis que ha sido sostenida a veces, pero no me parece que descanse sobre bases lo bastante sólidas como para que esté permitido tenerla en cuenta. Por el contrario, lo que me parece cierto es que el creyente que oficia de teólogo confronta con su idea propia aquella que cree descubrir en el idólatra y por una suerte de transposición ilusoria llega a tratar ésta como una falsificación de formante de la suya.

Y añadiré: aun admitiendo que la idea de una revelación original otorgada a todos los hombres tenga algún fundamento, forzoso será reconocer que los hombres que, en una época prehistórica, en el sentido riguroso de la palabra, se habrían beneficiado de ella, no eran de ningún modo capaces de afectar ese dato con un índice de verdad que no puede definirse sino en un estadio muy avanzado - helénico o post-helénico- de un pensamiento que accede al fin a la ciencia; si nos precavemos de la ilusión retrospectiva denunciada más arriba, lograremos ver en la idolatría, no una falsificación, sino más bien una anticipación grosera (y hasta engañosa) de lo que llegará a ser más tarde el culto del Dios verdadero. Y es con relación a ese Dios verdadero como la idolatría aparecerá retrospectivamente como adoración de un simulacro.

Dios verdadero o Dios de verdad

Pero la cuestión que importa consiste en desprender las implicaciones de estas palabras: el Dios verdadero o el Dios de verdad. En la perspectiva del filósofo, no me parece posible contentarse con recurrir a la Revelación, pues es preciso que ésta sea reconocida.

Se expresaría con más precisión la misma idea diciendo que el Dios verdadero no es reconocido tal sino porque responde a una exigencia o a un conjunto de exigencias. Por lo demás el creyente hará observar -¿y cómo decirle que no tiene razón?- que el desarrollo mismo de esas exigencias en el curso de la historia de la conciencia ha sido ordenado u orientado desde dentro por la iniciativa divina.

En esta perspectiva, decir hoy que Dios no es un ídolo, es ante todo poner el acento sobre esas exigencias y postular que un Dios que no las satisfaga no podría ser reconocido por nosotros como tal. Es verdad -y la observación es importante- que si con cierta teología protestante se entiende señalar ante todo que Dios es el todo otro y que sería menoscabar su trascendencia asentar como principio que él no puede querer lo que nuestra conciencia condena, perdemos al mismo tiempo todo punto de apoyo y sin duda toda posibilidad de hermenéutica. Confesaré sin embargo en lo que me atañe que el todo otro, entendido como irreductible radicalmente a las categorías de la conciencia, se me presenta como susceptible de convertirse él también en un ídolo, un ídolo mucho más temible que los otros, un ídolo desde arriba y no desde abajo. En cuanto a mi, no veo que sea posible escapar a un pensamiento teándrico que halla, claro está, su justificación en la realidad del Dios encarnado. No me parece que se pueda emprender otro camino si se quiere escapar a dificultades que desde el comienzo parecen insalvables. Y aún es preciso, desde luego, que ese pensamiento teándrico se precava cuidadosamente de los errores a que está expuesta toda filosofía que tiende a divinizar la historia, y por allí, quiérase o no, a desalojar a Dios en beneficio del hombre. El riesgo de idolatría se presenta aquí de nuevo de la manera más amenazante si la historia es pensada como juicio final, tal como lo quiere cierto hegelianismo conforme o no al pensamiento profundo de Hegel.

Todo ocurre pues, me parece, como si estuviéramos en una encrucijada. Buscamos una salida y comprobamos que muchas vías que se nos ofrecen están cortadas. Digo bien: cortadas, pues el ídolo presenta justamente la singular propiedad de detener o de clausurar un desarrollo viviente. Todo camino que lleva a un ídolo es un impasse, inversamente, es menester decir, creo, que el camino que lleva hacia Dios es el que continúa, el que no puede desembocar sino en lo que, en un lenguaje a la vez tradicional e inevitablemente inadecuado, llamamos el infinito. Infinito es la palabra clave de la teología negativa y sin duda de la teología pura y simple. Pero el infinito no es separable de la universalidad.

Nos negamos, por ejemplo, sin la menor vacilación, a admitir que el verdadero Dios pueda ser el Dios de los blancos contra los negros (o a la inversa) pues equivaldría a volver al Dios tribal, es decir al ídolo. Pero la exigencia que anida en el corazón de ese rechazo, no se impuso sino muy lentamente a la conciencia. Sin duda aparece ya en los filósofos griegos, pero durante muchos siglos no tendrá vigencia sino entre una élite poco numerosa, tan anclada está en el corazón de los hombres la tentación de una idolatría. Todavía hoy en grandes sectores de la humanidad sigue siendo amenazadora. Un clerygman con quien me encontré en Filadelfia me decía con más tristeza que indignación que sus feligreses no lograban comprender que su conducta hacia sus hermanos de color pudiera tener importancia a ojos de Dios. Y esto basta para mostrar hasta qué punto los principios del Evangelio siguen siendo incomprendidos, hasta por aquellos que verbalmente pretenden profesarlos.

Pero he aquí algo que es seguramente más difícil y que no puede sino suscitar controversia. Hace algunos años, hablando en el Instituto Católico de la idea de causalidad divina, decía que me parecía imposible hoy imputar a Dios la responsabilidad de los males de todo género que ensombrecen nuestras vidas individuales. Tomando como ejemplo el caso de un joven dotado en todos los aspectos y prometido a una vida rica y fecunda, pero que había sabido de pronto que estaba atacado de un cáncer incurable, me alcé vigorosamente contra quienquiera osara pretender que era Dios quien le había hecho sufrir esta prueba por cualquier razón que fuere. ¿Osaremos, decía, atribuir a Dios una conducta que en todo hombre nos parecería injustificable? Es demasiado fácil, en verdad, decir que los caminos de Dios son impenetrables. Es tan sólo un expediente verbal que hoy en día puede volverse contra el que recurre a él y hasta podría muy bien contribuir a desarrollar el ateísmo entre aquellos mismos a los que se pretende persuadir. Pero me parece que aquí reencontramos el ídolo. En efecto ¿es otra cosa que un ídolo un Dios concebido de esta manera antropomórfica, una suerte de verdugo “humanitario”?

Por esta razón he pensado, en el curso de estos últimos años, que en lugar de exaltar la omnipotencia de Dios, habría, al contrario, que poner el acento, por paradójico que esto pueda parecer, sobre su omnidebilidad, especificando por lo demás que se trata de una omnidebilidad querida, de un Dios que se ha querido débil para poder tornarse el amigo del hombre. Esto no excluye, sino al contrario implica, que la omnidebilidad presupone una omnipotencia, pero lo que quiero decir es que en las condiciones de vida que son las nuestras, no es sin duda esta omnipotencia voluntariamente alienada la que puede constituir un recurso para nuestro pensamiento y para nuestro corazón.

Hay que comprender que estas reflexiones se sitúan en el marco de una teología existencial que, en tanto que tal, se esfuerza en reconocer cómo una conciencia, hoy a la vez iluminada y ensombrecida por eso que apenas se osa llamar las lecciones de la historia reciente, puede situarse con relación a Dios y cómo esa relación puede aparecérsele a sí misma susceptible o no de verdad. Por otra parte resulta evidente que es según esta misma perspectiva como el ídolo puede revelar su naturaleza de ídolo y debe simultáneamente ser rechazado.

La teología existencial se opone aquí a una teología de tipo especulativo tradicional, para la cual insistir sobre lo que he llamado la omnidebilidad de Dios arriesgaría conducir a un catarismo evidentemente incompatible con los principios mismos de la religión cristiana.

Pero, para la teología existencial, decir que no debemos mirar a Dios como causa del mal o como responsable del mal, no significa de ningún modo que éste debe ser pensado como un principio opuesto a Dios. Significa simplemente que no estamos colocados en condiciones que nos permitan interrogarnos sobre el origen metafísico del mal. Esta está allí como obligando a que se lo compruebe, se lo condene, se lo combata efectivamente, para ser reducido por fin, a la luz de la fe y la esperanza. En efecto, es de temer que toda tentativa metafísica para explicarlo, para dar cuenta de él a favor de algún raciocinio abstracto o de alguna mitología, esté destinada al fracaso. Si ciertos pensadores, como Leibniz, creyeron poder disminuirlo y finalmente eliminarlo especulativamente, es en la medida en que ha substituido el Dios verdadero que es el Dios viviente por la idea de un Dios calculador que es tan ídolo como el Dios estratego o el Dios pedagogo.

Esto significa, al fin de cuentas, que sobre este punto la teología existencial no parece poder prescindir de la docta ignorantia tal como fue definida por ejemplo por Nicolás de Cusa.

Así, conviene sin duda levantarse al mismo tiempo contra toda pretensión de ponerse con la imaginación en el lugar de Dios, de atribuirse la posibilidad de juzgar como Dios juzga. Aquí el “no juzgarás” cristiano debería ser para nosotros una regla imprescriptible. La verdad es, por otra parte, que no sabemos si la palabra juicio es aplicable aquí con todo rigor y si hablando de un Dios juez, no recaemos en el antropocentrismo idólatra.

Lo que surge de todo esto, es que el verdadero Dios no puede ser pensado sino como misterio, lo que desde luego no implica la recaída en un agnosticismo caduco e incompatible con los datos de la fe y de la caridad. Habría que agregar que este misterio es esencialmente el de la gracia y que no es separable de eso otro misterio que es la libertad. Diría aquí que el Dios verdadero es el Dios de los hombres libres, mientras que al contrario, el ídolo es esclavizador, compatible sólo con la esclavitud. Por otra parte sería el lugar de mostrar el papel que desempeñan hoy los ídolos en la existencia misma de aquellos que se creen más apartados de una religión que confunden con la superstición. El principal no es otro que el progreso técnico considerado no como un desarrollo de pensamiento y de conocimiento que en sí mismo presenta un valor indiscutible, sino en los objetos a los cuales se incorpora. En ese sentido, está permitido decir que el ateo está literalmente acechado por la idolatría, pudiendo ésta por lo demás tomar formas muy distintas, que hasta pueden pasar inadvertidas a favor de los camuflajes seudocientíficos que tan a menudo las recubren.

En último análisis, es pues sobre la verdad de Dios que debe concentrarse nuestra atención.

Luz de las luces: no es ésta la expresión menos imperfecta de que disponemos para designar al Dios verdadero. Es decir, lo repito, el Dios viviente, el Dios que es como lo quería San Agustín más nosotros mismos que nosotros mismos, pero que es al mismo tiempo infinitamente lejano, infinitamente otro, y es esta tensión paradojal entre lo más próximo y lo más lejano la que es como e resorte de toda piedad auténtica. Pero a la claridad misteriosa de esta conjunción o de esta unidad, todo ídolo se deshace tal como se disipa una nube.









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