Las Lágrimas de Eros


GEORGES BATAILLE 



I.- LA CONCIENCIA DE LA MUERTE 


1.- El erotismo, la muerte y el “diablo”


La simple actividad sexual es diferente del erotismo: la primera se da en la vida animal y sólo la vida humana muestra una actividad que define, tal vez, un aspecto “diabólico” al cual conviene el nombre de erotismo.

Es verdad que “diabólico” se vincula con el cristianismo. No obstante, según todas las apariencias y aún cuando el cristianismo era algo lejano, la más antigua humanidad conoció el erotismo; los documentos de la prehistoria son sorprendentes: las primeras imágenes de los hombres, pintadas en las paredes de las cavernas, tienen el sexo erguido. No tienen nada estrictamente “diabólico”: son prehistóricas, y en ese tiempo el diablo... a pesar de todo...

Si “diabólico” significa esencialmente la coincidencia de la muerte y del erotismo, si el diablo no es otra cosa sino nuestra locura, si lloramos, si largos sollozos nos desgarran -o si nos domina una risa enloquecida-, podremos dejar de percibir, ligada al erotismo naciente, la preocupación y el tormento de la muerte, de la muerte en un sentido trágico, aun cuando risible al persistir. Aquellos que la mayoría de las veces se representaron en estado de erección, sobre las paredes de sus cavernas, no diferían de las bestias únicamente a causa del deseo que de esta manera estaba asociado -en principio- a la esencia de su ser. Lo que sabemos de ellos nos permite decir que sabían -cosa que ignoran los animales- que morían....

Desde muy antiguo los hombres tuvieron un conocimiento temeroso de la muerte. Las imágenes de los hombres con el sexo erguido datan del Paleolítico superior. Se cuentan entre las más antiguas figuraciones (precediéndonos en veinte o treinta mil años). Pero las más antiguas sepulturas, que corresponden a ese conocimiento angustiado de la muerte, son sumamente anteriores: para el hombre del Paleolítico inferior la muerte tenía ya un sentido tan grave -y tan claro- que al igual que nosotros le da sepultura a los cadáveres de los suyos.

De esta manera la esfera “diabólica”, a la cual el cristianismo le otorga, como sabemos, el sentido de la angustia, es en su esencia contemporánea de los hombres más antiguos. Ante los ojos de aquellos que creen en el diablo, la ultratumba es diabólica... pero la esfera “diabólica” ya existe, de una forma embrionaria, desde el instante en que los hombres -o al menos los ancestros de su especie- reconocieron que morían y vivieron en la espera, en la angustia de la muerte.



2.- Los hombres prehistóricos y las cavernas pintadas


Una dificultad singular nace a causa de que el ser humano no es un ser acabado. Esos hombres que por primera vez sepultaron a sus semejantes muertos y cuyos huesos encontramos en verdaderas tumbas, son muy posteriores a los más antiguos restos humanos. No obstante esos hombres que eran los primeros en preocuparse por los cadáveres de los suyos, no eran todavía exactamente seres humanos. Los cráneos que nos dejaron todavía tienen rasgos simiescos: su mandíbula es prominente y la mayor parte de las veces su arco superciliar está bestialmente guarnecido por un reborde óseo. Por otra parte esos seres primitivos no tenían la perfecta estación erguida que tanto moral como físicamente nos designa y nos afirma... Sin lugar a dudas se mantenían parados; pero sus piernas no estaban netamente levantadas como las nuestras. Debemos pensar también que al igual que los monos tendrían un sistema piloso que los recubriría y los protegería del frío... No solamente por los esqueletos y las sepulturas que deja conocemos a aquellos seres a los cuales los prehistoriadores designan con el nombre de Hombre de Neanderthal, sino que tenemos sus instrumentos de piedra tallada, que representan un progreso en relación con los de sus padres. Estos fueron menos humanos en su conjunto y, por lo demás, el Hombre de Neanderthal fue superado a su vez demasiado rápido por el Homo sapiens, el cual es en todos los aspectos nuestro semejante. (A despecho de su nombre éste no sabía casi nada más que ese ser, aún vecino del mono, que le precedía, pero físicamente era nuestro semejante).

Tanto al Hombre de Neanderthal como a sus predecesores los historiadores lo llaman Homo faber (hombre obrero). Desde que aparece la herramienta adaptada a un uso y construida de acuerdo a ese uso, se trata, efectivamente, del hombre. Si se admite que saber es esencialmente “saber hacer”, el útil es la prueba del conocimiento. Los más antiguos restos del hombre arcaico, osamentas acompañadas de herramientas, fueron encontrados en África del Norte (en Ternifine Palikao) y datan de alrededor de un millón de años. Pero el tiempo en que la muerte se vuelve consciente, señalado por las primeras sepulturas, tiene ya un inmenso interés (en particular en el plano del erotismo). Su fecha es mucho más tardía: en principio se trata de cien mil años antes de nosotros. Por último la aparición de nuestro semejante, de aquel cuyo esqueleto establece sin equívoco la pertenencia a nuestra especie (si no se tienen en cuenta los restos de osamentas aisladas sino de tumbas numerosas y ligadas a toda una civilización), nos remite como máximo a una antigüedad de treinta mil años.


Treinta mil años... Y esta vez no se trata de restos humanos ofrecidos por las excavaciones a la ciencia, a la prehistoria, que los interpreta y que, necesariamente, desecha...

Se trata de signos resplandecientes... de signos que alcanzan la sensibilidad más profunda: esos signos poseen, por último, la fuerza para conmover y, sin duda alguna, en el futuro ya nunca dejarán de turbarnos. Esos signos son las pinturas que los hombres más antiguos dejaron sobre las paredes de las cavernas donde debieron celebrar sus ceremonias encantatorias...


Hasta la aparición del Hombre del Paleolítico superior, al que la prehistoria designó con un nombre poco justificado (de Homo sapiens), el hombre de los primeros tiempos sólo es, aparentemente, un intermediario entre el animal y nosotros. En su oscuridad este ser necesariamente nos fascina, pero en su conjunto los restos que nos deja no agregan nada a eta fascinación informe. Aquello que sabemos de él y que nos interesa interiormente no se dirige, en primer término, a la sensibilidad. Si de sus costumbres fúnebres extraemos la conclusión de que tenía conciencia de la muerte, esta conclusión sólo interesa inmediatamente a la reflexión. Mas al Hombre del Paleolítico superior, al que la historia ha designado con el nombre de Homo sapiens, lo conocemos actualmente por signos que no sólo nos impresionan por una excepcional belleza (sus pinturas son a menudo maravillosas), sino que aún llegan hasta nosotros por el hecho de que nos ofrecen el testimonio múltiple de su vida erótica.

El nacimiento de esta emoción extrema que designamos con el nombre de erotismo, y que opone el hombre al animal, es un aspecto esencial del aporte que las investigaciones prehistóricas realizan al conocimiento.


3.- El erotismo está ligado al conocimiento de la muerte.


El paso del hombre todavía un poco simiesco de Neanderthal a nuestro semejante, ese hombre acabado cuyo esqueleto en edad difiere del nuestro y del cual las pinturas, o los grabados en los que figura, nos hacen saber que había perdido el abundante sistema piloso del animal, fue aparentemente decisivo. Hemos visto que el hombre velludo de Neanderthal tenía conocimiento de la muerte. Y es a partir de este conocimiento, que opone la vida sexual del hombre a la del animal, que aparece el erotismo. El problema no ha sido planteado: en principio el régimen sexual del hombre que, como en la mayoría de los animales, no es periódico, parece derivar del régimen del mono. Pero el mono difiere esencialmente del hombre por cuanto no tiene conocimiento de la muerte. Frente a un congénere muerto la conducta del mono expresa indiferencia, en tanto que el hombre aún imperfecto de Neanderthal, enterrando el cadáver de los suyos, lo hace con un cuidado supersticioso que expresa al mismo tiempo el respeto y el miedo. La conducta sexual del hombre muestra, como en general la del mono, una intensa excitación que no interrumpe ningún ritmo periódico, pero al mismo tiempo está marcada por una reserva ignorada por los animales y que, en particular, no muestran los monos... El tormento frente a la actividad sexual recuerda, por lo menos en un sentido, el tormento frente a la muerte y los muertos. En ambos casos la “violencia” nos sobrepasa extrañamente: lo que pasa es extraño al orden dado de las cosas, al cual se opone en cada oportunidad esta violencia. En la muerte hay una indecencia que es, sin duda, diferente a lo que la actividad sexual tiene de incongruente. La muerte está asociada a las lágrimas y a veces el deseo sexual a la risa. Pero la risa no es, en la medida en que parece serlo, lo contrario de las lágrimas: tanto el objeto de la risa como el de las lágrimas se vinculan siempre a una especie de violencia que interrumpe el curso regular, el curso habitual de las cosas. Las lágrimas: se vinculan habitualmente a acontecimientos inesperados, que nos desolan, pero por otra parte un resultado feliz e inesperado nos conmueve hasta tal punto que en ciertas oportunidades lloramos. Es evidente que el desorden sexual no nos produce lágrimas, pero siempre nos trastorna, a veces nos devasta y una de dos: o no hace reír o nos compromete en la violencia del abrazo.

Es difícil percibir clara y distintamente la unidad de la muerte, o de la conciencia de la muerte, y del erotismo. En su comienzo el deseo exasperado no puede oponerse a la vida, que es su resultado. El momento erótico es la cima de la vida cuya mayor fuerza e intensidad se muestran en el momento en que dos seres se atraen, se acoplan y se perpetúan. Se trata de la vida, se trata de reproducirla, pero reproduciéndose la vida desborda: al desbordar alcanza el extremo delirio. Esos cuerpos mezclados, que se tuercen, que desfallecen y se abisman en excesos de voluptuosidad, van en sentido contrario al de la muerte que más tarde los consagrará en el silencio de la corrupción.

En efecto, según las apariencias el erotismo está ligado para todo el mundo al nacimiento, a la reproducción que reconstruye sin fin sobre los estragos de la muerte.

No es menos cierto que el animal, el mono cuya sensualidad a veces se exaspera, ignora el erotismo. Lo ignora en la medida en que le falta el conocimiento de la muerte. Contrariamente, es a causa de que somos humanos y de que vivimos en la sombría perspectiva de la muerte, que conocemos la violencia desesperada, la violencia desesperada del erotismo.

Es verdad: al hablar en los límites utilitarios de la razón, percibimos el sentido práctico y la necesidad del desorden sexual. ¿Se habrán equivocado aquellos que a su fase terminal le dan el nombre de “pequeña muerte”, al señalar su sentido fúnebre?


4.- La muerte en el fondo del “pozo” de la caverna de Lascaux.

¿No hay en las reacciones oscuras -inmediatas- relacionadas con la muerte y el erotismo, tal como creo posible interpretarlos, un valor decisivo, un valor fundamental?

Al comienzo hablé de un aspecto “diabólico” que tendrían las más viejas imágenes del hombre que han llegado hasta nosotros.

Pero este elemento “diabólico”, la maldición ligada a la actividad sexual ¿aparece realmente en dichas imágenes?


Al encontrar entre los documentos prehistóricos más antiguos el tema que ilustra la Biblia, me imagino que introduzco, finalmente, el problema más grave. Al reencontrar, o por lo menos diciendo que reencuentro, en lo más profundo de la caverna de Lascaux, el tema del pecado original, ¡el tema de la leyenda bíblica!, ¡la muerte ligada al pecado, ligada a la exaltación sexual, al erotismo!

Sea como sea, esta caverna plantea, en una especie de pozo que no es sino una anfractuosidad natural -muy difícilmente accesible- un enigma desconcertante.

Resultado de imagen para el hombre del pozo, la caverna de lascaux


Bajo la forma de una pintura excepcional el hombre de Lascaux supo enterrar en lo más profundo este enigma. Ese hombre y ese bisonte, a los que representaba, tenían un sentido claro. Pero ahora nosotros debemos desesperarnos frente a la imagen oscura que nos ofrecen las paredes de la caverna: la de un hombre que se cae, que tiene el rostro de pájaro y muestra el sexo erguido. Este hombre está extendido frente a un bisonte herido, que va a morir, pero que haciéndole frente al hombre pierde horriblemente sus entrañas.

Un carácter oscuro y extraño aísla esta escena patética con la cual no puede compararse ninguna otra obra de la misma época. Sobre el hombre caído hay un pájaro, dibujado por el mismo trazo en la extremidad de una estaca, que termina por turbar el pensamiento.

Más lejos, hacia la izquierda, se aleja un rinoceronte, pero seguramente no está ligado a la escena en la cuál el bisonte y el hombre-pájaro parecen unidos por la proximidad de la muerte.

El abate Breuil ha sugerido que el rinoceronte podría después de haber abierto el vientre del bisonte, alejarse lentamente de los agonizantes. Pero, claramente, la composición le atribuye al hombre, al venablo que sólo la mano del agónico pudo lanzar, el origen de la herida. El rinoceronte, por el contrario, me parece independiente de la escena principal, que podría, por otra parte, quedar inexplicable para siempre...

¿Qué decir de esta evocación sorprendente, enterrada desde hace milenios en esa profundidad perdida, inaccesible?

¿Inaccesible? En nuestros días, exactamente desde hace veinte años, sólo cuatro personas puede admitirse, en rigor, que hayan visto la imagen que yo opongo y que al mismo tiempo asocio a la leyenda del Génesis. La caverna de Lascaux fue descubierta en 1940 (exactamente el 12 de septiembre). Desde entonces sólo un pequeño número de personas pudieron descender al fondo del pozo. Pero la fotografía nos hizo conocer perfectamente esa pintura excepcional: dicha pintura, lo repito, evoca a un hombre con cabeza de pájaro, tal vez muerto, caído en todo caso frente a un bisonte en agonía y que se abandona a la furia...

En una obra sobre la caverna de Lascaux escrita hace seis años me prohibía explicar personalmente esta escena sorprendente. Me limitaba a referir la interpretación de un antropólogo alemán que la vinculaba con un sacrificio yakuto y veía en la actitud del hombre el éxtasis de un chaman al que aparentemente una máscara disfraza de pájaro. El chaman -el hechicero- de la era paleolítica no habría diferido mucho de un chaman, de un hechicero siberiano de los tiempos modernos. A decir verdad la interpretación sólo tiene, a mis ojos, un mérito: subrayar “la extrañeza de la escena”. Después de dos años de vacilación me pareció posible adelantar, carente de una hipótesis precisa, un principio. Basándome en el hecho de que “la expiación consecutiva a la muerte del animal es obligatoria en los pueblos cuya vida en cierta medida se parece a la de las pinturas de las cavernas” yo afirmaba en una nueva obra.

“El tema de esta célebre pintura (que suscita explicaciones contradictorias, numerosas y frágiles) sería la muerte y la expiación”.

El chaman expresaría, al morir, la muerte del bisonte. La expiación por la muerte de los animales matados en la caza es obligatoria para numerosas tribus de cazadores.

Habiendo pasado cuatro años, la prudencia del enunciado me parece excesiva. La afirmación, carente de comentarios, tenía poco sentido. En 1957 todavía me limitaba a decir:

“Por lo menos esta manera de ver tuvo el mérito de sustituir la evidentemente pobre interpretación mágica (utilitaria) de las imágenes de las cavernas, por una interpretación religiosa más en acuerdo con un carácter de juego supremo...”.

Actualmente me parece esencial ir más lejos. En ese nuevo libro el enigma de Lascaux no ocupará todo el lugar, pero será, por lo menos a mis ojos, el punto desde el cuál partiré. Es por ese motivo que me esforzaré por demostrar el sentido de un aspecto del hombre al que es en vano descuidar u omitir, y al cual el nombre de erotismo designa.


II. EL TRABAJO Y EL JUEGO 


1.- El erotismo, el trabajo y la pequeña muerte.

Primeramente debo retomar las cosas desde lejos. Sin lugar a dudas podría hablar del erotismo en detalle sin tener que hablar del mundo en que se realiza. Me parecería vano, sin embargo, hablar del erotismo independientemente de su nacimiento, de las condiciones primeras en las cuáles nos es dado. Sólo el nacimiento del erotismo, a partir de la sexualidad animal, ha puesto en juego lo esencial. Sería inútil tratar de comprender el erotismo si no podemos hablar de cómo fue en su origen.

No puedo dejar de evocar, en ese libro, el universo del cual el hombre es el producto, el universo del cual es precisamente el erotismo quien lo desvía. Si para comenzar se considera la historia, la historia de los orígenes, el desconocimiento del erotismo entraña evidentes errores. Pero si queriendo comprender al hombre en general, quiero en particular comprender el erotismo, se me impone una primera obligación: debo darle, antes que nada, el primer lugar al trabajo. Desde un extremo al otro de la historia el primer lugar pertenece al trabajo. El trabajo es seguramente el fundamento del ser humano.

Desde un extremo al otro de la historia, desde los orígenes (es decir desde la prehistoria)...

Por otra parte la prehistoria no es diferente de la historia sino en razón de la pobreza de los documentos que la fundan. Pero es necesario decir que sobre este punto fundamental, los documentos más antiguos y más abundantes conciernen al trabajo. En rigor, encontramos osamentas tanto de los hombres como de los animales que cazaban y de los cuales, en principio, se alimentaban. Pero son los instrumentos de piedra los documentos más numerosos entre aquellos que nos permiten introducir un poco de luz en nuestro pasado más lejano.

Las investigaciones de los prehistoriadores nos ofrecen innumerables piedras talladas cuyo emplazamiento nos da la mayoría de las veces su edad relativa. Dichas piedras fueron trabajadas para responder a un uso. Unas sirvieron de armas y otras de herramienta. Las herramientas, que servían para la fabricación de nuevas herramientas, eran necesarias al mismo tiempo para la fabricación de armas: “coups de poing”, hachas, venablos, puntas de flecha..., que podían ser de piedra, pero para las cuales los huesos de los animales muertos muchas veces ofrecían la materia prima.

Es el trabajo el que desgaja al hombre de la animalidad inicial. Por medio del trabajo el animal se vuelve humano. El trabajo fue antes que nada el fundamento del conocimiento y de la razón. La fabricación de los instrumentos y de las armas fue el punto de partida de esos primeros razonamientos que humanizaron al animal que éramos. El hombre, manipulando la materia, supo adaptarla al fin que le asignaba. Pero esta operación no sólo cambia la piedra, a la cual los fragmentos que le arrancaba le daban la forma deseada; el hombre se cambia a si mismo: evidentemente fue el trabajo quien hizo de él un ser humano, el animal razonable que somos.

Pero si bien es cierto que el trabajo es el origen y la clave de la humanidad, a la larga los hombres, a partir del trabajo, se alejaron totalmente de la animalidad. Se alejaron de ella particularmente en el plano de la vida sexual. Primero habían adaptado su actividad en el trabajo a la utilidad que le asignaban. Pero no fue solamente en el plano del trabajo que se desarrollaron: fue en el conjunto de su vida que hicieron responder sus gestos y su conducta al fin perseguido. La actividad sexual de los animales es instintiva; el macho que busca a la hembra y la cubre responde sólo a la agitación instintiva. Pero habiendo accedido por medio del trabajo a la conciencia del fin perseguido, los hombres se alejaron por lo general de la pura respuesta instintiva discerniendo el sentido que dicha respuesta tenía para ellos.

Para los primeros hombres que tuvieron conciencia, el fin de la actividad sexual no debió ser el nacimiento de los hijos sino el placer inmediato que resultaba de ella. El movimiento instintivo iba en el sentido de la asociación de un hombre y de una mujer con vistas a la alimentación de los hijos, pero en los límites de la animalidad esta asociación sólo tenía sentido luego de la procreación. La procreación no era, al principio, un fin consciente. En su origen, cuando el momento de la unión sexual respondía humanamente a la voluntad consciente, el fin que se daba era el placer, era la intensidad, la violencia del placer. En los límites de la conciencia la actividad sexual respondía en primer término a la búsqueda calculada de transportes voluptuosos. Inclusive en nuestro días existen poblaciones arcaicas que ignoran la relación necesaria entre la unión voluptuosa y el nacimiento de los hijos. Humanamente, tanto la unión de los amantes como de los esposos no tiene al principio más que un sentido, y éste es el del deseo erótico: el erotismo difiere del impulso sexual animal por cuanto significa, en principio y de igual manera que el trabajo, la búsqueda consciente del fin que es la voluptuosidad.

Este fin no es, como sucede en el trabajo, el deseo de una adquisición, de un acrecentamiento. Únicamente el hijo representa una adquisición, pero el primitivo no ve la adquisición efectivamente benéfica del hijo como resultado de la unión sexual; para el hombre civilizado la venida al mundo del hijo ha perdido el sentido benéfico -materialmente benéfico- que tenía para el salvaje.

Es cierto que en nuestros días la búsqueda del placer considerado como un fin es a menudo mal juzgada. No se adapta a los principios sobre los que se funda la actividad sexual actualmente. En efecto, la búsqueda voluptuosa, que no es condenada, no por eso deja de ser considerada de manera tal que, dentro de ciertos límites, es mejor no hablar de ella. No obstante, una reacción que a primera vista no es justificable, no por eso deja de ser menos lógica. En una reacción primitiva, que por otra parte no deja de actuar, la voluptuosidad es el resultado previsto del juego erótico. Pero el resultado del trabajo es la ganancia: el trabajo enriquece. Si el resultado del erotismo es considerado en la perspectiva del deseo, con independencia del posible nacimiento de un hijo, es una pérdida a la cual responde la expresión paradojalmente válida de “pequeña muerte”. La “pequeña muerte” tiene pocas cosas que ver con la muerte, con el frío horror de la muerte... Mas, ¿desaparece la paradoja cuando está en juego el erotismo?

El hombre, a quién la conciencia de la muerte opone al animal, también se aleja de éste en la medida en que el erotismo substituye el instinto ciego de los órganos por el juego voluntario, por el cálculo del placer.


2.- Las cavernas dos veces mágicas.

Los sepulcros del Hombre de Neanderthal tienen para nosotros una significación fundamental: testimonian sobre la conciencia de la muerte, sobre el conocimiento de un hecho trágico: que el hombre podía y debía zozobrar en la muerte. Pero sólo estamos seguros del paso de la actividad sexual instintiva al erotismo en el período en que aparece nuestro semejante, ese Hombre del Paleolítico superior que fue el primero en no ser físicamente inferior a nosotros y que tal vez, es necesario suponerlo así, pudo disponer de recursos mentales análogos a los nuestros. Nada prueba tampoco -sino por el contrario- que ese hombre antiguo tuviera, en relación a nosotros, la inferioridad, por otra parte superficial, de aquellos que a veces llamamos “salvajes” o “primitivos”. (Las pinturas de su tiempo, que por otra parte son las primeras conocidas, ¿no son a veces comparables a las obras maestras de nuestros museos?).


EL hombre de Neanderthal todavía tenía, en oposición a lo que somos nosotros, una inferioridad manifiesta. Sin lugar a dudas poseía como nosotros (y al igual que sus ancestros) la estación erguida. Pero aún se doblaba un poco sobre las piernas y por consiguiente no caminaba “humanamente”: era el borde exterior y no la planta del pie lo que apoyaba sobre la tierra. Tenía la frente estrecha, la mandíbula prominente y su cuello no era, tal como el nuestro, lo suficientemente largo y delgado. Inclusive es lógico imaginarlo cubierto de pelos como los monos y como los mamíferos en su conjunto.

Nada sabemos sobre la desaparición de este hombre arcaico, salvo que sin ninguna transición nuestro semejante ocupa las regiones que hasta ese momento había ocupado el Hombre de Neanderthal; y que se multiplica, por ejemplo en el valle de la Vézere y en otras regiones (del sudoeste de Francia y del norte de España) donde fueron descubiertos los numerosos restos de sus dones admirables: el nacimiento del arte sigue, en efecto, al acabamiento físico del ser humano.

Es el trabajo el que decide: es el trabajo cuya virtud determina la inteligencia. Pero el acabamiento del hombre al llegar a su cima, esta naturaleza humana realizada que primeramente nos ilumina, nos da, para terminar, una ebriedad, una satisfacción que no es sólo resultado del trabajo útil. En el momento en que, vacilante aparece la obra de arte, el trabajo era desde hacía centenas de miles de años una realización de la especie humana. Por último, no es el trabajo sino el juego quien decide cuándo la obra de arte se realiza y el trabajo se convierte, al menos en parte y en las auténticas obras maestras, en algo distinto a una respuesta a la necesidad de utilidad. Es verdad que el hombre es esencialmente el animal que trabaja. Pero también sabe cambiar el trabajo en juego. Esto se debe subrayar a propósito del arte (del nacimiento del arte): el juego humano, verdaderamente humano, fue en primer lugar un trabajo, un trabajo que se convirtió en un juego. Este es finalmente el sentido de las maravillosas pinturas que adornan en desorden las cavernas profundas y de difíciles accesos. Dichas cavernas eran sombríos santuarios que las antorchas iluminaban débilmente; es verdad que las pinturas debían causar mágicamente la muerte de las bestias, de la caza que representaban. Pero su belleza animal, que fascina luego de milenios de olvido, siempre tiene un sentido primero: el de la seducción y la pasión, el del juego asombrado, el del juego que suspende el aliento y que subyace al deseo del éxito.

El dominio de las cavernas-santuarios es esencialmente el del juego. El primer lugar en estas cavernas está dado a la caza a causa del valor mágico de las pinturas y también, tal vez, por la belleza de las figuraciones que eran consideradas más eficaces en la medida en que eran más bellas. Pero la seducción, la profunda seducción del juego, la lograba sin duda en la atmósfera cargada de las cavernas, y es en este sentido que es posible interpretar la asociación de las figuras animales de la caza y las figuras humanas eróticas. Sin duda alguna tal asociación no depende de una toma de posición previa. Más lógico sería invocar el azar. Pero es verdad que en primer lugar esas sombrías cavernas fueron consagradas de hecho a aquello que es el juego en su profundidad, el juego que se opone al trabajo y cuyo sentido consiste, en primer lugar, en obedecer a la seducción, en responder a la pasión. Pero lo que la pasión introduce allí donde las figuras humanas aparecen, pintadas o dibujadas sobre los muros de las cavernas prehistóricas, es el erotismo. Sin hablar ya del hombre muerto del pozo de Lascaux, muchas de esas figuras masculinas tienen el sexo erguido. Inclusive una figura femenina expresa el deseo con evidencia. Por último una imagen doble representa abiertamente, bajo el abrigo de una roca de Laussel, la unión sexual. La libertad de esos primeros tiempos muestra una especie de carácter paradisíaco. Es probable que sus civilizaciones rudimentarias, pero vigorosas en su simplicidad, ignoraban la guerra. La de los Esquimales de la actualidad, que la ignoraban antes de la llegada de los blancos, no tiene las virtudes esenciales; no tiene la suprema virtud de la aurora. Pero el clima de la Dordogne prehistórica era semejante al de las regiones árticas donde viven los Esquimales actualmente. Y el humor de fiesta de los Esquimales no fue sin duda extraño al de aquellos que fueron nuestros lejanos ancestros. Los Esquimales respondían a los pastores, que querían oponerse a su libertad sexual, que hasta ese momento ellos habían vivido libre y alegremente, de una manera semejante a la de los pájaros que cantan. Sin duda alguna el frío es menos contrario a los juegos del erotismo que lo que nosotros imaginamos en los límites del confort actual. Los Esquimales lo prueban. De igual manera sobre las altas mesetas del Tíbet, cuyo clima polar conocemos, los habitantes son sumamente afectos a estos juegos.

Tal vez haya un aspecto paradisíaco de ese erotismo originario del cual encontramos en las cavernas los rastros ingenuos. Pero este aspecto no es muy claro. Lo claro es que a su ingenuidad infantil se opone una cierta gravedad.

Trágica... sin duda alguna.

Al mismo tiempo, y desde el comienzo, cómica.

Porque el erotismo y la muerte están ligados...

Al mismo tiempo la risa y la muerte, la risa y el erotismo, están ligados...

En lo más profundo de la caverna de Lascaux ya vimos el erotismo ligado a la muerte.

Allí hay una extraña revelación, una revelación fundamental. Pero de tal magnitud que no podemos sorprendernos por el silencio -el silencio incomprensivo- que fue el único en acoger al principio un misterio tan denso.

El misterio es tanto más extraño por cuanto ese muerto con el sexo erguido tiene la cabeza de un pájaro, cabeza de animal tan pueril que quizá oscuramente y en la incertidumbre surge de ella un aspecto risible.

La proximidad de un bisonte, de un monstruo que agoniza perdiendo sus entrañas; una especie de minotauro al que aparentemente este hombre muerto o itifálico ha matado antes de morir.

Sin duda no hay en el mundo otra imagen tan grávida de horror cómico; además, en principio, ininteligible.

Se trata de un enigma desesperante que con una crueldad risible se plantea en la aurora de los tiempos. Verdaderamente no se trata de resolver este enigma. Pero si bien es cierto que carecemos de los medios para resolverlo, no podemos sustraernos a él; sin lugar a dudas es ininteligible, pero nos propone por lo menos vivir en su profundidad.

Nos exige, siendo la primera exigencia planteada humanamente, que descendamos al fondo del abismo abierto en nosotros por el erotismo y la muerte.

Nadie sospechaba el origen de las imágenes animales vistas al azar en ciertas galerías subterráneas. Desde hacía milenios las cavernas prehistóricas y sus pinturas habían en cierta manera desaparecido: un silencio absoluto se eternizaba en ellas. Inclusive al finalizar el siglo pasado nadie habría imaginado la delirante antigüedad de aquellas que el azar había mostrado. Sólo al comienzo de nuestro siglo la autoridad de un gran sabio, el abate Breuil, impuso la autenticidad de esas obras de los primeros hombres -los primeros que fueron nuestros semejantes- a los que la inmensidad del tiempo separa de nosotros.

La luz se ha hecho en la actualidad, sin que quede ni la sombra de una duda. Una incesante ola de visitantes anima hoy las cavernas que han emergido, poco a poco y una tras otra, de una noche infinita... En particular anima la de Lascaux, la más bella, la más rica...

No obstante es, entre todas, la que permanece más misteriosa.

Efectivamente, en la anfractuosidad más profunda de esta caverna, la más profunda y también la más inaccesible (una escalera de hierro permite en la actualidad llegar a ella, por lo menos se lo permite a un pequeño número de personas a la vez, si bien el conjunto de los visitantes lo ignora o la conoce por reproducciones fotográficas...), en el fondo de una anfractuosidad de tan difícil acceso que se la designa con el nombre de “pozo”, nos encontramos frente a la más sorprendente y extraña de las evocaciones.

Un hombre, muerto según parece, está extendido, abatido, frente a un pesado animal inmóvil y amenazante. Este animal es un bisonte y la amenaza que surge de él es tanto más grave por cuanto agoniza: está herido y por el vientre abierto se deslizan sus entrañas. Aparentemente es el hombre caído quien golpea al animal agonizante con su venablo... Pero el hombre no es totalmente un hombre, su cabeza, la de un pájaro, termina en un pico. En este conjunto nada justifica el hecho paradojal de que el hombre tenga el sexo erguido.

A causa de este hecho la escena tiene un carácter erótico; este carácter es evidente y está claramente subrayado, pero es inexplicable.

De tal manera en dicha anfractuosidad poco accesible se muestra -oscuramente- ese drama olvidado desde hace tantos milenios: reaparece pero no sale de la oscuridad. Se muestra y no obstante se vela.

Desde el mismo instante en que se muestra, se vela...

En esta profundidad cerrada se afirma un acuerdo paradojal, tanto más grave por cuanto se lo reconoce en esta oscuridad inaccesible. Este acuerdo esencial y paradojal es el de la muerte y el erotismo.

Esta verdad no ha cesado de afianzarse. Pero si bien se afirma no deja de estar oculta. Esto es propio tanto de la muerte como del erotismo. En efecto, uno y otro se ocultan: se ocultan en el mismo instante en que se revelan...

No podríamos imaginar una contradicción más oscura y mejor hecha para asegurar el desorden de los pensamientos.

¿Podemos imaginar un lugar más favorable para este desorden?: la profundidad perdida de esta caverna, que nunca debió ser habitada y que inclusive en los primeros tiempos de la vida propiamente humana debió ser abandonada. Sabemos inclusive que en la época en que nuestros primeros padres se extraviaban en la profundidad de ese pozo, les era necesario, queriendo llegar a él a cualquier precio, hacerse bajar con la ayuda de cuerdas.

“El enigma del pozo” es verdaderamente uno de los más graves y es al mismo tiempo el más trágico de los enigmas que nuestra especie se plantea a sí misma. El lejano pasado del cual emana explica, en primer lugar, el hecho de que se plantee en términos cuya excesiva oscuridad es sorprendente. Pero, finalmente, una oscuridad impenetrable es la virtud elemental de un enigma. Si admitimos este principio paradojal, entonces el enigma del pozo, que responde de una manera tan extraña y perfecta al enigma profundo, siendo el más lejano y el más oscuro en sí mismo que la lejana humanidad propone a la humanidad presente, podría ser al mismo tiempo el más cargado de sentido.

¿No está cargado, en efecto, del misterio inicial que es a sus propios ojos la venida al mundo, la aparición inicial del hombre? ¿No liga al mismo tiempo a este misterio y a la muerte?

La verdad es que resulta inútil introducir un enigma a la vez esencial y planteado en la forma más violenta independientemente de un contexto que es bien conocido pero que, en razón de la estructura humana, permanece en principio velado.

No hay comentarios: